Suspensión de gobernadores y alcaldes en la Constitución del 91

Alfonso Gómez Méndez

El análisis de las facultades de la Procuraduría General de la Nación para investigar y sancionar a funcionarios de elección popular: congresistas, gobernadores, diputados, alcaldes y concejales, se hace ahora, en medio de la confrontación política y de un debate electoral, pensando más en las consecuencias y, a veces, en las personas afectadas, que en el tema jurídico constitucional de fondo que envuelve la controversia. Vale la pena estudiar la materia y todas sus aristas, al margen de las pasiones políticas.
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La Constitución de 1886 –con sus casi 80 reformas– no le otorgaba a la Procuraduría la función de investigar disciplinariamente a los elegidos popularmente, los congresistas, y desde 1985, los alcaldes municipales. Quienes fuimos procuradores generales antes de la vigencia de la nueva Constitución nunca tuvimos esa atribución.

En la Constituyente de 1991 se consideró necesario ampliar en esta y otras materias las atribuciones del Ministerio Público. Así el artículo 277, consagró como facultad del Procurador “ejercer vigilancia superior de la conducta oficial de quienes desempeñen funciones públicas, inclusive los de elección popular”. Es decir que, en principio, el problema lo armaron los constituyentes, máxime que para entonces, por una ley de 1972, Colombia ya era parte del Pacto de San José, que incluye el artículo 23 de la convención americana que prohíbe afectar derechos políticos, por parte de funcionarios administrativos. Lo irónico es que esta misma Constitución, en el artículo 91, estableció la superioridad de los tratados internacionales sobre la legislación interna en materia de derechos. Ahí está el origen del problema actual. Los estatutos disciplinarios que se expidieron después de la Constituyente repitieron la facultad del Procurador de investigar a los elegidos popularmente. La Corte Constitucional, por lo menos en dos decisiones, declaró la exequibilidad de esas normas disciplinarias. Procuradores post Constituyente, sancionaron a varios alcaldes –eso sí de municipios pequeños o intermedios– y uno que otro gobernador.

A raíz del caso Petro, la Corte Interamericana, en aplicación del artículo 23 de la Convención, a más de ordenar el restablecimiento del derecho del entonces alcalde de Bogotá, ordenó al Estado Colombiano, adecuar su ordenamiento interno para evitar situaciones parecidas y dijo además que solo un juez penal podía afectar los derechos políticos del popularmente elegido. El Estado no tomó el toro por los cuernos. En sentido estricto lo que había que hacer era cambiar la Constitución. Así lo hicimos, por ejemplo, para poder acogernos al estatuto de Roma que creó la Corte Penal Internacional. En este caso la norma constitucional sigue vigente. El último código disciplinario acogió otra parte de las consideraciones de la Corte al separar las funciones de acusación y juzgamiento. Hay quienes dicen que eso no se podía hacer, pero el organismo competente para decir si ese nuevo estatuto –vigente por la presunción de legalidad– viola o no la Carta Política, es la Corte Constitucional que debería hacer un esfuerzo y dentro de sus normas internas, de manera extraordinaria, emitir un fallo lo antes posible. La salida de fondo sigue siendo el cambio de la Constitución, pues hoy la norma que apareció en el 91 y que está vigente, se enfrenta a la de la convención que ya regía cuando se promulgó la nueva Carta Política.

Y la disposición de que solo un juez penal puede afectar los derechos políticos, resulta un tanto inocua. Por ejemplo, cuando la Sala Penal, en el curso de un proceso y no por fuera de él, dicta una medida de aseguramiento, automáticamente se produce la suspensión, y si hay condena, la inhabilidad es permanente. Cuando la Fiscalía dictó medida de aseguramiento contra el gobernador de Antioquia Aníbal Gaviria –luego avalada por la Corte Suprema–, se produjo su suspensión automática. Solo que ahí sí, el jefe del Estado no encargó a un extraño sino al secretario de gobierno. Ni qué decir de los casos de pérdida de investidura y muerte política que puede decretar el Consejo de Estado. Pasada esta batahola vale la pena volver en frío sobre las argumentaciones jurídicas.

Alfonso Gómez Méndez

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