“Ugly Ibagué”

Y así, sin nada que nos dé identidad, ni miramiento alguno por lo propio, aspiramos a que no nos llamen la “ugly colombian city”, tener vocación turística y llegar a concitar el interés nacional alrededor nuestro.

Recientemente alguien desde un medio radial local se mostraba indignado de que en la Internet se aludiera a Ibagué, como una “ugly colombian city” o una fea ciudad colombiana, posiblemente porque el afecto que la sola evocación de su nombre le provoca le hace perder la objetividad a su juicio, porque fea sí es y en exceso, pese a tener un hermoso paisaje que la circunda.

Y es que Ibagué, tal vez por su cercanía a Bogotá y por la carencia de un verdadero factor de arraigo como sí lo tuvieron otras urbes en la cultura del café, terminó por resignarse a ser una ciudad de paso o el albergue temporal de distintos grupos humanos, sin sentido de pertenencia ni ánimo de afincamiento en ella, donde las lámparas de la arquitectura no prendieron, como nos lo recordó el poeta Juan Lozano y Lozano, abuelo del inefable Juan Lozano Ramírez, “nariz visible del Partido de la U”, por allá por los años 30 del pasado siglo, cuando valiéndose de su florido leguaje y tratando de no herir la susceptibilidad de los raizales de entonces, escribió que, “…No es Ibagué, la nuestra, una bella ciudad, como no son generalmente bellas las mujeres que despiertan las más hondas y tenaces devociones…”.


Por aquellas calendas, y vaya usted a saber por qué, esta capital resultó dando cobijo temporal a una parte importante de la migración de los que entonces llamaban “turcos” (judíos, polacos, sirio-libaneses y árabes) que llegaron a Colombia al principio de la pasada centuria a probar fortuna y una vez hecha ésta se marcharon a otras tierras de más pujante comercio sin dejar aporte alguno a la ciudad, igual que los desplazados de los campos y pequeños poblados por las muchas violencias de finales del siglo XIX y la primera mitad del XX, que tan pronto recuperaron el perdido aliento, alzaron vuelo para la capital de la República en busca de superiores ingresos y oportunidades para ellos y sus familias.


Lo mismo que pasó, ya más recientemente, con los damnificados de la tragedia de Armero, que la usaron como la escala obligada en su tránsito hacia otros lares.


De esta manera, la ciudad se fue configurando como la colcha de retazos de la abuela: a saltos y sin coherencia alguna, pero, por sobre todo, con un menosprecio total por su menguado pasado histórico y con total desinterés por su futuro, como lo evidencian su deshilvanada estructura urbana y la alta movilidad de su población.


De su centro urbano tradicional, sin rubor se borraron los vestigios de la arquitectura del ayer, como si los ciudadanos de hoy se avergonzaran de ella, y es lógico, pues muy poco o casi nada les decía: se derruyó el viejo claustro de San Simón, importante muestra de arquitectura neo-colonial, que dio albergue al Congreso de la República cuando Ibagué fue capital provisional de la misma y sede de uno de los planteles verdaderamente paradigmáticos de la educación en Colombia. De igual forma, la mal llamada piqueta del progreso tumbó sin compasión las austeras edificaciones que una vez albergaron la administración departamental y su club de mayor antigüedad, el Círculo Social, para dar paso a un parqueadero; destruyó el parque Murillo, de nostálgico estilo republicano, así como lo hizo con el hotel San Jorge y con el también republicano Teatro Torres, con las sedes neoclásicas del Banco de Bogotá y del Banco de la República y el cuartel de la Policía de Santa Librada, y con la única muestra de art noveau que se tenía en el Parque de Galarza, todo esto ubicado sobre su eje histórico, la carrera Tercera, para culminar echando por tierra la estación del ferrocarril Pedro Nel Ospina, perteneciente a la época de transición al modernismo con el fin de dar cabida a una Terminal de transporte de ninguna valía en su diseño e irracionalmente ubicada, que en mucho contribuye hoy al caos vehicular que padece la ciudad.


A más de lo anterior, se le cambió su fisonomía y su vocación con la indolencia, cuando no con el beneplácito, de las “autoridades” de planeación municipal, a barrios enteros como los tradicionales de La Pola, Belén, Cádiz o Interlaken, testimonios vivos de los varios estadios del desenvolvimiento social y urbanístico de la ciudad, todo para ajustarlas a intereses individualistas amalgamados con prosaicos compromisos políticos.


Girones completos de historia fueron objeto de despojo colectivo con la autorización de unos mal llamados “curadores” urbanos carentes de competencia profesional, conocimiento y sentido de conservación y de unas autoridades desconocedoras de lo que vale preservar, que actuando en contravía de sus obligaciones, autorizaron todos estos exabruptos.


Hasta las pocas piezas de valía constructiva de la modernidad, como el Club Campestre y la Gobernación, alcanzaron a sufrir grave deterioro, pues fueron hibridadas sin respeto alguno por su diseño.

Y así, sin nada que nos dé identidad, ni miramiento alguno por lo propio, aspiramos a que no nos llamen la “ugly colombian city”, tener vocación turística y llegar a concitar el interés nacional alrededor nuestro.

Credito
MANUEL JOSÉ ÁLVAREZ DIDYME-DÔME

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