Cultura ciudadana

En pasada fecha, un grupo de ibaguereños raizales nos lamentábamos, de la falta de competencia de los directivos de los institutos mal llamados de cultura, que hacen parte -pero sin que justifiquen su presencia- de los organigramas tanto del departamento como del municipio, pues han tolerado el deterioro del hábitat cultural de la ciudad, sin hacer nada para evitarlo.

En pasada fecha, un grupo de ibaguereños raizales nos lamentábamos, de la falta de competencia de los directivos de los institutos mal llamados de cultura, que hacen parte -pero sin que justifiquen su presencia- de los organigramas tanto del departamento como del municipio, pues han tolerado el deterioro del hábitat cultural de la ciudad, sin hacer nada para evitarlo, posiblemente desconociendo que esto hace parte de sus funciones. 

Al punto que algunos vándalos, so pretexto de remodelación, destruyeron varios de los pocos murales que ornaban la ciudad sin que nadie se los impidiera, mientras otros por falta de mínimo cuidado, sufren un irremediable deterioro, en  inaudita conducta digna de rechazo y sanción.

Como ocurrió con el que engalanaba la Asamblea Departamental, obra del maestro Ricardo Angulo demolido dizque para ampliar el recinto, al igual que aconteció con los centenarios del maestro italiano Mosdossi al interior de la biblioteca del colegio de San Simón destrozados por la mano de los dicentes de aquel paradigmático claustro, o el del maestro Mario Lafont que permanecía en la actual sede de Icetex en la calle novena y ya no está; o el ya casi desleído de Jesús Niño Botía en el frontón de la Biblioteca “Soledad Rengifo” y el de Edilberto Calderón a la entrada de los parqueaderos del Centro Comercial Combeima contaminado por el escape de los automotores; o el de Jorge Elías Triana en la Gobernación, mal restaurado, o el de Alberto Soto en el antiguo café “Grano de Oro”, inefablemente perforado para instalar una reja de seguridad.   

Tal vez acciones como esas, resultan explicables y de pronto hasta esperadas en cuanto Ibagué se convirtió en una ciudad carente de identidad, al irse conformando por flujos migratorios de las más variadas vertientes, a través de las cuales han confluido gentes de plural origen y disímil formación, sin arraigo ni sentido de pertenencia alguno.

Una consecuencia obligada de nuestra ubicación geográfica que nos convirtió de antaño en cruce de caminos, en donde fuimos surgiendo a manera de ocasional sitio de albergue, cobijo y mercado de los viajantes que aspiraban a trasmontar la cordillera hacia el occidente del país o ya lo habían hecho hacia el centro, amenazados, primero por los aborígenes y luego por las facciones que han contendido en las muchas violencias que el país ha vivido y sigue padeciendo.

De esta forma hemos recibido y continuamos recibiendo migrantes de toda catadura: gentes del campo o lugareños de pequeños poblados sin ninguna ilustración sobre normas de comportamiento urbano o desconocedores de los valores que debe preservar una ciudad para llamarse tal, junto con gentes de otras latitudes que traen entre sus haberes otras conductas, diversos procederes y distintos hábitos, algunos de ellos que chocan con aquellos que los nativos hemos estimado como valiosos.

Aupados además por la subcultura del narcotráfico que sin duda nos ha permeado, amplificada y exaltada por los consumos millonarios y el derroche de dineros que a su alrededor se sucede.

Lo grave es que nadie les da a estos nuevos ibaguereños una inducción al “diario vivir citadino”, es decir al discurrir bajo normas de convivencia y hábitos de tolerancia y respeto, ni les previene sobre los nocivos efectos que pueden llegar a causarse por la violación de tales reglas.

Las escuelas y colegios nada de esto enseñan ya que suprimieron de sus currículas la educación cívica, y las autoridades de policía, encargadas de la prevención, ya sabemos que aquí y ahora nada hacen, distinto a tolerar y mirar para otro lado cuando las normas de comportamiento urbano se transgreden.

Y así terminan por reproducirse en pleno centro de la urbe y en los barrios de la periferia, las fondas camineras con su insoportable sonido y su anárquico comportamiento, y las plazas de mercado replican los mercados pueblerinos con mercancías regadas por doquier y manipuladas en contravía de toda medida sanitaria y anunciadas con altisonante perifoneo.

Bogotá bajo Mokus, dio ejemplo de lo que hay que hacer para vivir armónicamente en comunidad, y como volver habitable una inhóspita urbe: ¡educar, prevenir y seguir educando !

Pero tal lección aquí no se asimiló y en la capital de la República, bastaron unos corruptos e ineptos gobernantes del “Polo”, para que fuera prontamente olvidada.

Lo grave es que una ciudad en tales circunstancias no puede aspirar a remontar sus índices de delincuencia, pobreza y marginalidad.

Ahí es donde se debe poner el acento, para aspirar a un mejor porvenir.

Credito
MANUEL JOSÉ ALVAREZ DIDYME- DôME

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