El dañino hábito de exagerar

Carmen Inés Cruz Betancourt

Parece agudizarse la tendencia a exagerar, sin tener en cuenta sus consecuencias. Posiblemente es un estilo tomado de la publicidad que busca maximizar las bondades del producto que desean vender o posicionar y con frecuencia lo hacen a tal extremo que hasta ha requerido legislación que sanciona la “publicidad engañosa”, como cuando prometen eliminar las arrugas en 30 días, rebajar 20 kilos en 8 días, o aprender inglés en un mes. 
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Infortunadamente este estilo lo han adoptado numerosos ciudadanos y muy especialmente políticos en campaña y otros dirigentes para exaltar sus virtudes y las de su equipo y, sin reserva,  prometen realizaciones desbordantes, inalcanzables, sin explicar cómo, cuándo, ni con qué. 

Se entiende que la intención es transmitir optimismo y entusiasmo a la audiencia, solo que con frecuencia termina siendo un “tiro al pie”, una trampa, porque algunos podrían tomarlas en serio y al ver que no se materializan, los oferentes serán calificados como mentirosos, ilusos o delirantes. De ello conocemos muchos casos, como cuando se compromete “la paz total”, o se dice que “Colombia es potencia de la vida”. Son eslogans muy sonoros y llamativos pero, puesto que algunos los entienden como promesas, luego dan lugar a grandes decepciones, reclamos y acusaciones.

En la misma línea se escuchan mensajes exorbitantes como que: “Colombia es el país de la belleza”, “el más biodiverso del planeta”, “donde vive la gente más feliz del mundo”, o que “la lechona es el mejor plato de carne del mundo”. Afirmaciones que por ingenuidad o desprevención algunos incautos toman como ciertas sin tener en cuenta que son solo mensajes publicitarios con los que se quiere llamar la atención sin reparar que no cuentan con soportes válidos. 

Con ello, en general no hay problema, excepto que esa tendencia se ha incorporado al lenguaje corriente y entonces procede el llamado a reflexionar para que prefieran la prudencia. En materia de promesas es mucho mejor si los logros desbordan las expectativas y no al contrario.

Traigo a colación la referencia de B.Sanín Cano (en “La Civilización Manual y otros asuntos”) sobre un autor (J.Fitzmaurice-Kelly) de quien destaca: “Odiaba las palabras “siempre”, “nunca”, “todos” y las que encierran algún sentido completo, fundamental y definitivo. Prefería darles expresión a sus ideas en matices, en términos precisos, más no contundentes ni absolutos”. Una postura que encuentro muy sabia. 

A propósito de las conversaciones que escuchamos con frecuencia, cabe recomendar la pertinencia de evitar cuando sea posible largas peroratas cargadas de calificativos redundantes, exageraciones y aparente sabiduría. Así mismo, evitar el uso de expresiones totalizantes que implican contundencia, rotundez, como decir que: “algo es indiscutible”, “incontrovertible”, “irrefutable”, que “no cabe la menor duda, que no hay lugar a duda alguna”, que “todo el mundo sabe”, “que la gente es…”, “que es mi amigo incondicional”, o eso de que “nunca, jamás, siempre”. 

Son inclusive vocablos que se expresan con gran énfasis y hasta con arrogancia, y en el lenguaje corriente circulan sin mayor reserva porque no se les da la dimensión que tienen, pero en conversaciones formales resultan inaceptables y logran que el interlocutor pierda credibilidad y quede como mentiroso o delirante. 

Entonces, a la hora de expresar sus ideas prefiera la ponderación y la prudencia. Dejar margen no solo al error sino a que alguien discrepe o ponga en duda, es lo inteligente, así ganará credibilidad y se evitará problemas; también evitará convertirse en sujeto de sarcasmos e ironías.


 

Carmen Inés Cruz

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