Diana, o la desdicha de ser migrante y mujer

Columnista Invitado


Todos los días, en el último semáforo antes de llegar a mi casa veo a Diana*. A veces, sola; a veces, con sus hijos, de 2 y 5 años, o una amiga. Diana es venezolana, tiene 23 años, y llegó a Ibagué hace unos meses, huyendo a pie del hambre, la inseguridad, la violencia, las amenazas y la escasez de servicios básicos en su país, solamente para encontrarlos de nuevo en el nuestro.
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Probable y tristemente, al conocer esta historia no faltarán quienes repasen sus quejas sobre la presencia de Diana, su familia y los cerca de 6.000 seres humanos procedentes de Venezuela que transitan hoy por el Tolima: que no nos corresponden, que solo traen más problemas, que los devuelvan. Son juicios y actitudes desafortunadas, no solo por la falta de inteligencia social y emocional que evidencian, sino porque, proyectadas en sociedad, no le hacen ningún favor al progreso. La diferencia siempre nos reta a ser mejores; lamentablemente, la estrechés de mente (el desconocimiento de la otredad) suele ganar la partida. Luego, la historia de los pueblos se mancha de racismo, xenofobia y etnocentrismo, con sus largas estelas de dolor y fracaso.

Desde 2016, el éxodo de venezolanos hacia Colombia no para. Entre otras razones, la importancia de empatizar con su tragedia cuantas veces se nos cruce por el frente radica en lo peligroso que resulta seguir acostumbrados a la pobreza, la corrupción y la violencia (en cualquiera de sus formas), es decir, seguir siendo pasivos ante nuestros males sociales. Ciertamente, en un Estado social de derecho se espera que las soluciones y garantías estructurales emanen de las instituciones públicas; hoy, para el caso, el estatuto de protección temporal a estos migrantes es un paso audaz del Gobierno nacional en la dirección correcta. Pero este hito no es suficiente. En pleno siglo XXI, resulta altamente deseable y necesario que los ibaguereños activemos la conciencia moral, política y social y el poder de agencia, ese que reside en cada ciudadano para actuar en el mundo, para así responder: ¿qué estamos ofreciéndole a Diana como sociedad?

En aquel punto de nuestra ciudad, Diana recibe diariamente caridad, además de sol, lluvia, insultos xenófobos y acoso sexual callejero (esos “piropos” que tenemos que soportar las mujeres al caminar por la carrera Tercera, por ejemplo). Algunas señoras le ofrecen trabajo doméstico bajo remuneraciones irrisorias. La guardería de sus hijos es la calle. Bajo este panorama, me asombra su capacidad de sonreír, inclusive cuando la hostigan hasta los cólicos menstruales; yo solo veo la desdicha de ser migrante y mujer. En realidad, tras caer en errores muy costosos, las sociedades con mayores niveles de bienestar nos enseñan que los migrantes traen más beneficios que perjuicios, si se les acoge con humanidad. Más allá de la normatividad, de cómo abordemos la dignidad y la justicia social desde cada uno de nosotros, desde casa, y qué hacemos para promoverlas dependerá que Diana y los suyos se integren positivamente en nuestra ciudad.

*Ese no es su nombre, pero así la llamé para proteger su identidad.

PAULA MARÍA DELGADO

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