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El Espectador del jueves 10 de marzo informa que en las campañas de 2018 se reportaron $364.000 millones de pesos (eso fue lo que se reportó, pero falta averiguar lo que no se reportó), y sugiere «que se cobre impuesto a estas sumas, puesto que luego los aportantes se las cobran a los contribuyentes con la manipulación de leyes que los favorecen solo a ellos». Una proposición absurda, porque se acepta la transgresión de las leyes. En vez de ello, debe regularse el tope máximo de las campañas muy por debajo de lo que tienen autorizado hoy, y coordinar la participación mediática, que por gusto y obligación tiene que estar soportada en los medios, porque estos están regulados (en teoría) por el Estado.
Esta suma, que con seguridad será mucho mayor, y tantas pruebas (recordemos a Julio Gerlein) destapan la realidad que vive nuestro país del negocio de la política, y muestran abiertamente que inversionistas como este meten su dinero a una campaña, y después sacan del erario, de una forma u otra, esas sumas multiplicadas: esto es una democracia mal entendida y mal habida.
La solución no es seguirles el juego y cobrarles impuestos por sus contribuciones millonarias; la solución es frenar esta vagabundería y poner a los candidatos a hacer campañas con ideas, para que gane la mejor propuesta, y no el que consiga más dinero.
Es como si comienzan a cobrar impuestos a los fleteros, a los salteadores, a los atracadores y a los secuestradores. Son delitos distintos; pero esto que está ocurriendo con nuestra política lamentable, con nuestro remedo de democracia, también es un delito. No nos digamos mentiras.
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