Las cárceles

Definitivamente, la crisis existente desde hace tiempo en las cárceles colombianas y en el Instituto que las administra ha tocado fondo.

Cuando apenas se acaba de posesionar, el nuevo ministro de Justicia, Juan Carlos Esguer­ra, ha recibido el problema de manos de su antecesor, y debe afrontarlo cuanto antes, ojalá de manera efectiva.

Para decir la verdad, no envidiamos a Esguerra porque tendrá que estudiar muy bien el cúmulo inmenso de problemas existentes desde hace tiempo en los centros de reclusión colombianos, la naturaleza jurídica de la entidad que los debe regir, y la mejor manera de salvaguardar simultáneamente, en un plano de equilibrio, tanto los derechos de los internos como los intereses de la sociedad y de la justicia.

No olvidemos que en las prisiones tiene lugar, además de la aplicación de los castigos impuestos por los jueces a los condenados, la reclusión transitoria de procesados no condenados, ni perdamos de vista que también, en el día a día de tales establecimientos, debería desar­rollarse el proceso de resocialización de quienes han sido hallados penalmente responsables.

La Corte Constitucional declaró de tiempo atrás, desde 1998, que en esta materia existía -hoy subsiste- un estado de cosas inconstitucional, es decir que en los centros carcelarios del país se han encontrado -y se siguen encontrando- situaciones verdaderamente inconcebibles, tanto desde el punto de vista de los derechos esenciales de los presos como bajo las perspectivas de la moralidad, la seguridad, la salubridad y el cumplimiento de la ley que en sus instalaciones deberían prevalecer. Para decirlo en pocas palabras: las cárceles colombianas, lejos de responder a los postulados del Estado Social de Derecho, son centros malsanos en que proliferan la corrupción y el crimen.

Hacinamiento, violaciones de los derechos humanos, abusos de guardianes, carencias en materia de alimentación y agua, complicidad de funcionarios con reclusos que siguen delinquiendo, falsificación de firmas de los directivos, traslados ilícitos, salidas no autorizadas por la ley, colapso de la disciplina interna, certificaciones falsas para obtener beneficios y reducción de penas, tráfico de droga, facilitación de fugas, acceso y tenencia de objetos prohibidos, corrupción administrativa y degradación institucional, entre otros males, han convertido el sistema carcelario colombiano en una gigantesca cueva del delito.

Es preciso que el Gobierno y el Congreso se ocupen del asunto inmediatamente; que se modifique la estructura del Instituto Penitenciario y Carcelario; que se prevea un sistema de administración de las cárceles mucho más adecuado a la función que cumplen; que se consagren procedimientos de control interno; que, mientras se expiden las nuevas disposiciones y se decide qué características tendrá el nuevo esquema, la Procuraduría, la Fiscalía y las mismas autoridades que hoy dirigen el Inpec adelanten las investigaciones de carácter disciplinario, penal y administrativo, para sancionar a los responsables de las conductas ilícitas y para excluirlos del servicio.

Desde luego, aparte de definir cómo será el ente que sustituya al Inpec, también habrá que pensar en las garantías laborales del personal no corrupto que hoy presta sus servicios al mismo.

Credito
José Gregorio Hernández Galindo

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