Una ciudad sin identidad

Manuel José Álvarez Didyme

En reciente data, este diario evocó uno de los sitios que alguna vez fue emblemático en la ciudad y que desapareció, apenas sí, en medio de los lamentos de un pequeño grupo de ibaguereños raizales, dolidos ante la “torpeza invencible” de los mal llamados “directivos” de los “Institutos de Cultura”, que formando parte integral de los organigramas tanto del Departamento como del Municipio, han tolerado el deterioro del entorno cultural de la ciudad sin hacer nada para impedirlo, desconociendo que esta tarea constituye la razón de ser de su existencia y como tal la primordial de sus funciones.
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Al punto de que, sin pena ni gloria y con las más variadas razones, en “sus propias barbas” se fueron destruyendo, uno tras otro, los sitios iconográficos de la ciudad, tales como la antigua Estación del Ferrocarril, el café “Grano de Oro” y los pocos murales que lo ornaban, mientras otros por falta de mínimo cuidado, sufren un irremediable deterioro, en  inaudita conducta digna de social rechazo.

Como lo hecho al mural elaborado en el antiguo café “Grano de Oro” por el artista ibaguereño y docente fundador de la facultad de Bellas Artes de la Universidad del Tolima, y así mismo autor de los vitrales de la “moderna iglesia” de San Simón, Alberto Soto Jiménez; inefablemente perforado para instalar una reja de seguridad, al igual que los centenarios del italiano Mosdossi destrozados por la vandálica mano de estudiantes al interior de la biblioteca de aquel paradigmático claustro; o el que engalanaba la Asamblea Departamental, obra del “maestro samario” Ricardo Angulo, demolido dizque para ampliar el recinto de esa inane corporación; o el del artista local, Mario Lafont que permanecía en la sede del Icetex en la calle Novena; o el ya casi desleído de Jesús Niño Botía en el frontón de la Biblioteca “Soledad Rengifo”; o el de Edilberto Calderón a la entrada de los parqueaderos del Centro Comercial Combeima, afectado por los gases del escape de los automotores, o el pésimamente restaurado del “chicoraluno” Jorge Elías Triana en el edificio de la Gobernación.

Acciones que resultan explicables y, de pronto, hasta esperadas en cuanto Ibagué se convirtió en una ciudad carente de identidad, gobernada por funcionarios idem, al irse conformando por grupos migratorios de las más variadas vertientes, a través de los cuales han confluido gentes de plural origen y disímil formación, sin arraigo ni sentido alguno de pertenencia.

Una consecuencia obligada de nuestra ubicación geográfica que de antaño nos convirtió en cruce de caminos, en donde fuimos surgiendo a manera de transitorio y ocasional albergue, cobijo y mercado de los viajantes que aspiraban a trasmontar la cordillera hacia el occidente del país o ya lo habían hecho en sentido opuesto hacia el centro, amenazados, primero por los aborígenes y luego por las facciones que han contenido en las muchas violencias que el país ha vivido y sigue padeciendo.

De esta forma hemos recibido y continuamos recibiendo migrantes de toda laya y catadura: gentes del campo o lugareños de pequeños poblados sin ninguna ilustración sobre normas de convivencia urbana o desconocedores de los valores que debe preservar una ciudad para poder ser así llamada, junto a gentes de otras latitudes que traen entre sus haberes otras conductas, diversos comportamientos y diferentes hábitos, que chocan con aquellos que los nativos estimamos como valiosos.

Aupados, además, por la subcultura del narcotráfico que sin duda nos ha permeado, exaltada por los consumos millonarios y el derroche de dineros que en su derredor se sucede.

Lo grave es que nadie les da a estos “neo-ibaguereños” una inducción al “diario vivir”, es decir al discurrir bajo normas de convivencia y hábitos de tolerancia y respeto a lo existente, ni les previene sobre los nocivos efectos que pueden llegar a tener la violación de tales reglas.

Las escuelas y colegios nada de esto enseñan, ya que suprimieron de sus currículos la educación cívica y la artística, y las autoridades de policía, encargadas de la prevención, poco o nada hacen, distinto a tolerar y mirar para otro lado cuando las normas de comportamiento urbano se están transgrediendo.

Así las cosas, una ciudad en tales circunstancias no puede aspirar a remontar sus índices de pobreza, marginalidad y desempleo: ¡ahí es donde se debe poner el acento, para aspirar a un mejor porvenir!.

MANUEL JOSÉ ÁLVAREZ DIDYME-DÔME

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