El presagio del tren amarillo

Manuel José Álvarez Didyme

A propósito de la declaratoria por parte de la Federación Internacional de Asociaciones e Instituciones Bibliotecarias (IFLA) a la Biblioteca Gabriel García Márquez de la ciudad española de Barcelona, como la Mejor Biblioteca Pública del mundo, vino a mi memoria en el puente festivo de la Asunción de la Virgen del 21 de agosto pasado, propicio para la serena reflexión, la referencia que hace un tiempo hice a través de la hebdomadaria columna que aún conservo en este diario, de una magnífica entrevista que el poeta tolimense Arturo Camacho Ramírez le hizo a nuestro Nobel en uno de los espacios que el vate tenía en la emisora H.J.C.K., en la cual aquel le contó con minucioso detalle cómo, de antaño el hobby, del entrevistado lo constituía la superstición, pero no aquella que en su sentido corriente se expresa en no pasar bajo una escalera, o en evitar los gatos negros, o en el temor al viernes 13, sino la que “lleva a seguirle la corriente a los presagios”.
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Y cómo en pleno ejercicio de tan surrealista pasatiempo, Gabo le había seguido la corriente al mas hermoso de todos ellos, que podría bautizarse como el presagio del  tren amarillo, “algo así,  como el tren de juguete que todos los niños llevamos dentro, construido mentalmente con todas las cosas inútiles”, el cual tarde que temprano habrá de conducirnos hacia aquella tierra que nadie nos ha prometido jamás: al país de la buena suerte. 

Y nos enseña que su construcción, (que es puramente mental), no tiene sino una única condición que debe ser seguida rigurosamente con una consagración similar a la de Aureliano Buendía en su taller de orfebre: …que se empiece con un tarro de pintura amarilla encontrado después de mucho reburujar entre frascos y cubetas, en el cuarto de San Alejo que en todas las casas hay.

Lo cual entraña una primera contradicción, pues al ser necesario el tarro para dar inicio a la construcción del tren, aquel pasa del terreno de lo inútil al de lo útil, perdiendo su valor de inutilidad, tornándose servible para hacer parte del vehículo que nos va a conducir al país de la buena fortuna.

Lo mismo que ocurre con las ruedas y la campana, pues según él mismo escribidor de Aracataca lo señalaba, “no hay rueda que no sirva para algo y para el tren amarillo solo servirían ruedas que no sirvieran para nada”, así como no puede tener campana “...porque cualquier campana, por muy deteriorada que esté, ha de servir para algo”.

Inefable paseo por un espacio de magia y poesía, que nos compele a utilizar la imaginación en procura de la inutilidad, para encontrar la utilidad de todo cuanto nos rodea, aún la de aquellas cosas que hemos desechado por su supuesta desuetud o vetustez, en un permanente ejercicio de recreación que contradice la actual “cultura del desperdicio” y el desafecto por aquellas cosas que alguna vez colmaron nuestras necesidades”, secundando bellamente en ello al “tuerto” López, quién igual pensaba en la hermosa evocación que de sus zapatos viejos hizo.

Y que necesariamente habrá de conducirnos al lejano país de la buena suerte, que no puede ser otro que aquel que en su cancionero reseñó el poeta portugués Fernando Pessoa y “…que en los deseos existe, en donde ser feliz consiste solamente en ser feliz”.

 

MANUEL JOSÉ ÁLVAREZ DIDYME-DÔME

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