Una década de plomo

Mañana se cumplen diez años de ruptura de las conversaciones de paz celebradas entre la administración Pastrana y las FARC. Luego de tantos muertos, lisiados y viudas ameritaría que se hiciera un balance. Hacerlo en un espacio tan pequeño como éste es temerario pero hay que intentarlo.

Para empezar creo que existe consenso en que esas conversaciones no iban para ninguna parte, primero porque en el fondo no había intención real de negociar, ni en el gobierno ni en la guerrilla. Ambos se estaban haciendo pistola por debajo de la mesa; ambos pedían cosas poco realistas. El gobierno esperaba la rendición, la guerrilla una revolución por decreto. Y segundo, por el cambio de contexto político internacional generado por los fatídicos episodios del 11 de septiembre.

Una década más tarde cuál es la situación. Bueno, pues bastaría con decir que el ex presidente Bill Clinton pudo venir a Bogotá a jugar golf y que en abril se llevará a cabo la Cumbre de las Américas en Cartagena; que la inversión extranjera directa bate cada año records históricos, que el estado tiene una de las fuerzas armadas más numerosas, profesionales y mejor armadas del continente, mientras que las guerrillas están diezmadas (aunque no derrotadas) y han perdido a quienes lideraron el proceso del Caguán. La única victoria que pueden exhibir éstas durante estos últimos diez años es que no han sido aniquiladas y que aún conservan capacidad de perturbación y de daño. Un triunfo ciertamente peregrino, sin mayor valor. Buscan sólo resistir, resistir y resistir.


Después de una década la correlación de fuerzas ha cambiado y favorece ampliamente al Estado. Las posibilidades matemáticas que tienen las guerrillas de tomar el poder son cero. Esa es la realidad. Pero también es realidad que podemos tener guerrillas para rato, y no sólo por la existencia del narcotráfico, lugar común que repiten los analistas, sino por la misma razón que tampoco se ha podido acabar con las bandas paramilitares y criminales que están dedicadas al crimen organizado. Se mata o extradita a un capo y surgen diez. Así como salieron de escena Marulanda, Reyes, Cano y Jojoy, salieron también Pablo Escobar, Rodríguez Gacha, los Rodríguez Orejuela, los Castaño, Mancuso, Don Berna, pero ahí están sus herederos, reinventando la violencia y el delito.


Las guerrillas y las bandas criminales tiene a su disposición enormes canteras sociales para reponer las unidades que pierden y darle así continuidad a la incesante espiral de la violencia. En su mayoría jóvenes excluidos y sin mayores oportunidades. Porque hay una verdad que no se puede esconder, Colombia es uno de los países más injustos y desiguales del planeta. Es verdad que el narcotráfico ayuda, y mucho. Pero también lo anterior, y también mucho. Negarlo es intentar tapar el sol con una mano. Esa es la verdad. No desconozco que hayamos avanzado en indicadores sociales, pero los actuales aún son dramáticos. Han avanzado más otros países de la región, como Perú y Chile.


Así las cosas se debe tratar de intentar una negociación. Pero esta vez con criterios más realistas. Ni rendición ni revolución. Además, ahora tenemos un problema adicional: los cambios de la justicia penal en el ámbito global dificultan las viejas leyes de amnistía e indulto. Alfredo Sarmiento, un inquieto y agudo analista tolimense, formuló esta semana una pregunta. ¿Se puede permitir Colombia un perdón y olvido soberano? El interrogante es válido y creo que además de pertinente habría que proceder a absolverlo. Tampoco se nos puede pasar la vida como se nos han pasado los últimos cincuenta años, o al menos la última década. Echándonos plomo y matándonos. En algún momento esto tiene que terminar. O qué piensan ustedes amables y queridos lectores.

Credito
GUILLERMO PÉREZ FLÓREZ

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