El más joven de la tribu

Guillermo Pérez Flórez

A finales de noviembre de 1985 asistí a una reunión en Ibagué convocada para enfrentar los estragos de la tragedia de Armero. Había una nutrida asistencia y desde la distancia apenas podía reconocer en la mesa principal al presidente Belisario Betancur. A su lado, estaba una persona que se parecía mucho a mi padre, y esto me intrigó. Era su ministro de agricultura, Roberto Mejía Caicedo.

Años más tarde tuve oportunidad de conocerlo personalmente. Puede ser que la circunstancia antes narrada haya generado en mí alguna simpatía particular, no lo sé, lo cierto es que esto pasó a un segundo plano cuando comencé a descubrir en Roberto Mejía una singular sensibilidad cívica y una devoción especial por los asuntos sociales, algo que quizás no esperaba, por las absurdas trampas de los sesgos políticos. El paso del tiempo y el conocimiento del ser humano se encargaron de revelarme la equivocación. Descubrí, por ejemplo, que era un conversador estupendo que hacía sentir a su contertulio un amigo de toda la vida. Tuve la fortuna de que me llevara varias veces a su casa. La última vez fue con ocasión de la muerte de mi padre. EL NUEVO DÍA había publicado el hecho en el obituario, con fotografía, y sus amigos y familiares comenzaron a llamarlo en razón al parecido. Entonces, recibí una llamada de condolencia suya invitándome a su casa el sábado siguiente.

La pérdida de los seres queridos son de los momentos más dolorosos que uno afronta en la vida. Pero este trance es más intenso cuando la causa no es natural, como fue el caso de mi padre, cuyo deceso se produjo por una mala práctica médica y clínica. Quizás entendiendo mi dolor, Roberto Mejía no solo me abrió las puertas de su hogar sino que compartió su almuerzo familiar y tuvo la paciencia de escuchar mis quejas y aflicción. Ese encuentro fue un bálsamo. Un momento que guardo con especial gratitud, y que vino a mi mente esta semana cuando me enteré de su fallecimiento.

El Tolima pierde a una de las mentes más jóvenes y visionarias que haya tenido. En 1995 le pedí una entrevista, pues yo estaba haciendo una serie de reportajes para este periódico. Cuando le pregunté cuál era el principal desafío que teníamos en la región, sin vacilar me dijo: “El agua, por supuesto”, y dio paso a una profunda disertación sobre los problemas que se avecinaban en el planeta por el mal uso del agua, y sobre el potencial agrícola regional si mejorábamos el riego. Ninguna de las personas que había entrevistado poseía esa clarividencia. A partir de ese día, siempre le dije a su hijo, mi querido amigo Enrique, que su padre era más joven que todos nosotros y mucho más visionario. Y así lo demostró a través de las diferentes ejecutorias cívicas y sociales. La Universidad de Ibagué y El Nuevo Día, para solo citar solo dos, llevan su impronta indeleble.

Creo que Roberto Mejía amó al Tolima, como pocos. Que quiso esta tierra y su gente, como pocos. Y que tuvo un señorío, una sencillez y una capacidad empática, como quizás nadie que yo haya conocido. Un fuerte abrazo solidario a la familia Mejía Fortich.

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