Recordar es vivir

Guillermo Pérez Flórez

La frase viene a cuento con ocasión de los 60 años del colegio Francisco Núñez Pedroso, en San Sebastián de Mariquita, que junto con el Santa Ana, eran el aula máter municipal. Hasta mediados de los años 70 del siglo pasado el Núñez fue de varones y el Santa Ana de señoritas. Los dos estaban (y lo siguen estando, pero hoy ya no importa) separados por un muro, tan injurioso como el de Berlín, pues impedía el contacto con el otro medio mundo. De allí que éste sufriera perforaciones clandestinas que permitían el contacto visual y auditivo, entre los adolescentes de uno y otro colegio.

Para toda generación, el bachillerato constituye una de las mejores épocas de la vida, y lógicamente para la mía no fue la excepción. En esa media manzana que ocupaba el colegio, comenzaron los contactos con un tiempo acelerado, iconoclasta y transgresor. Eran días de mucha agitación. La revolución cubana vivía su primavera, representada por las barbas de Fidel y la boina del Che. El movimiento ‘hippy’, que llamaba a hacer el amor y no la guerra, se extendía por el mundo como una mancha de aceite, y las canciones protesta se tomaban casi todos los escenarios. Pablo Gallinazos (‘Una flor para mascar’), Piero (‘Los americanos’), Ana y Jaime (‘Café y petróleo’) eran lo más representativo. Aún resonaban los acordes de Carlos Santana en Woodstock y se escuchaba el eco de mayo del 68 en París. Obviamente, había un correlato local, que cada quien testimoniaba a su manera. La protesta callejera… el pelo largo… la marihuana… el amor libre. También allí, en ese colegio hubo un grupo de jóvenes dispuestos a cambiar el mundo.

¿Qué tanto influyeron los profesores sobre esa generación? Mucho. En el magisterio había presencia de diferentes tiempos. ‘Míster’ Quintero y Don Aníbal Henao, el primero profesor de inglés y el segundo de historia, constituían la vieja guardia, que llamaba al orden y a las tradiciones. Pero luego vinieron Juan Carlos Cortázar, Lázaro Oñate, Bertulfo Bermúdez, Elías Cajelly, Abel Acosta, Héctor Aguiar, que aportaron una perspectiva más abierta y liberal. Tengo especial recuerdo de Vilma Henao, cómplice y alcahueta. Más que conocimiento nos trasmitió alegría y comprensión. Nos enseñó que la vida no había que tomársela demasiado en serio.

Hace unos meses entré al colegio con mi hijo, en la soledad de la noche, hasta donde nos lo permitió el vigilante. Quería mostrarle el salón en donde su madre y yo terminamos el bachillerato. La cancha de baloncesto, el patio donde formábamos para izar bandera, la rectoría, la sala de profesores… El silencio que encontré fue excesivamente cruel. Aquel espacio de risa, de algarabía y pilatunas, había desaparecido por completo, y en su lugar, solo una docena de evocaciones fantasmagóricas. Recordé uno a uno a casi todos los compañeros, a algunos los veo en Facebook, viejos, calvos y gordos. Casi irreconocibles. De las compañeras prefiero no hablar, pues quiero conservar su amistad.

Esta semana fue la celebración y no pude asistir. Por unas partes, hasta mejor. El Colegio se ha hecho mayor… y nosotros también.

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