Café y esperanzas

Hugo Rincón González

Camina con un paso cansino, tiene una edad indeterminada, pero se podría afirmar que fácilmente tiene setenta años. Se cubre su cabeza con un sombrero viejo que se quita de vez en cuando para secarse el sudor con un poncho que pone sobre sus hombros mientras llega al pueblo a vender sus cargas de café que el intermediario espera ansioso para seguir usufructuando el trabajo de él y otros muchos que en situaciones similares venden su producto a un precio bajo, a pesar del enorme esfuerzo que significa su producción.

Lo podríamos llamar Leovigildo o llamarlo con cualquier otro nombre. Vive en una ladera en una zona cafetera que está alejada del casco urbano. Movilizar su producción de la finca al pueblo a realizar su venta supone todo un fatigante esfuerzo. Está solo en su predio compartiendo su vida únicamente con su mujer que tiene apenas unos pocos años menos que él. Están solamente los viejos a pesar de que fueron una familia de siete integrantes, de los cuales cinco eran varones y dos eran mujeres.

Cuando se le indaga por los hijos que constituyen su familia, él nos responde que luego de llegar a la mayoría de edad, ninguno de ellos optó por quedarse arañando la tierra y produciendo el café. Decían que el campo no tiene futuro, la vida es muy dura, no hay oportunidades y que no querían repetir la historia de los viejos, abandonados por el estado y sus gobiernos.

Todos le porfiaron a Leovigildo para que vendiera su finca de menos de cinco hectáreas dedicada al cultivo del café. Intentaban convencerlo de que el café no era ya el cultivo de antes con el cual se podría pensar en salir de la pobreza y ahora por el contrario una opción productiva que significaba la sepultura de los sueños y esperanzas.

Por ser ya un viejo, sus fuerzas empiezan a flaquear y poder tener recogedores de café es un lujo que no se puede dar por los costos que implica pagar la mano de obra que se vuelve escasa en los periodos de cosecha. Decía con nostalgia que el café que acababa de traer a vender al pueblo fue muy poquito, porque ni siquiera tuvo dinero para abonarlo como siempre le indican los técnicos de las instituciones que se dedican a este cultivo.

Poco entiende del mercado mundial del café, de precios, de la bolsa de Nueva York, de la posibilidad de redención que significan hoy por hoy los cafés especiales si se comercializan de una manera independiente por parte de las asociaciones de productores. Sabe sí, que si él no renueva su viejo cafetal se quedará cada vez con mayores pérdidas, pues los precios de los insumos suben inmisericordemente todos los años.

Sueña con una mejor vida para él y su mujer, la que lo ha acompañado durante tantos años que ya ni recuerda con precisión cuantos son. Anhela que el café vuelva a ser ese cultivo que le permitía resolver todas sus necesidades, pero hablando con otros productores, entiende que son épocas que quizá no volverán y que como mencionan ellos, debería pensarse en otra alternativa productiva que sin exigir tanto trabajo se preste para que con la poca energía que aún tiene, pueda implementarla.

La historia de Leovigildo, es la misma que viven hoy tantos campesinos cafeteros en el país. Se podría resumir en que están anclados en la producción de un cultivo que enfrenta una crisis superlativa, porque lo que reciben por su carga de café no les alcanza para cubrir sus costos de producción. Personas que construyeron toda una cultura productiva, que con sus esfuerzos ayudaron a muchos gobiernos y en algunas regiones fueron sinónimo de progreso y mejoramiento de calidad de vida.

Como Leovigildo, sienten melancolía por los tiempos viejos y, siguen esperando que el gobierno les tienda la mano, no a los grandes productores, sino a aquellos que como él que pocas tierras tienen, se obstinan en mantenerse en un cultivo que hoy no da sino pérdidas.

Luego de vender su café al intermediario y rumiando su amargura, Leovigildo se aleja caminando a una tienda a comprar algo de remesa y una gaseosa para intentar saciar su sed.

Comentarios