Una verdadera democracia

Rodrigo López Oviedo

En una lúcida síntesis de su criterio acerca de cómo tomar decisiones en una reunión, Clara López Obregón, en una reciente entrevista concedida al semanario Voz, decía que “Exigir que todas las decisiones sean por unanimidad permite el veto” y que “la simple mayoría tiene la desventaja que deja casi siempre a la mitad por fuera”.
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Me hizo acordar esta declaración de una experiencia que conocí en una reunión de Marcha Patriótica, organización política y social que nació apabullante, pero que murió sin dolientes. En una reunión de tal organización, a alguien se le ocurrió proponer que las decisiones se adoptaran por consenso, pues le parecía que esa era la forma más democrática de decidir. Curiosamente, tal propuesta se aprobó, pero no por unanimidad, como hubiera sido lo de esperar, sino por un número de votos ni siquiera próximo al de las dos terceras partes. Como de allí en adelante nunca se pudo aprobar nada, pues nunca faltaba quien se opusiera, tuvieron que reemplazar tal mecanismo por el de la mayoría simple.

Pero tampoco el de la mayoría simple es un buen método, aunque sí, de pronto, el menos malo entre los conocidos. Y no es bueno por la tendencia generalizada a que en casi toda reunión el mayor protagonismo lo asuman dos o tres personas, en torno a las cuales se van generando adherencias, pero no tanto por la solvencia de los argumentos presentados, sino por la pertenencia del expositor a una determinada capilla política, cuando no por el temor del adherente a caer en el campo de los perdedores.

Por supuesto que son muchas las ocasiones en las que hay que optar por alguna de esas formas. Sin embargo, hay razones para creer que existen otras que pueden tener un enfoque más democrático. Qué tal, por ejemplo, que cada participante actuara en toda reunión con el ánimo de sacar de ella las conclusiones más convenientes al conjunto, antes que con el de hacer aprobar sus particulares puntos de vista o los de su líder.

Bajo tal circunstancia, los participantes entenderían que la verdad que cada quien tenga en su cabeza es su verdad, y que tal verdad hay que balancearla con la verdad de los demás para sacar de todas ellas lo que más convenga a todos. En un ambiente así no habría vencedores ni vencidos, ni lugar a que se dijera que las minorías se someten a las mayorías, que es la más crasa antinomia de lo que en verdad constituye un auténtico espíritu democrático.

La pregunta es: En una sociedad dividida en clases con intereses antagónicos, ¿habrá lugar a una democracia de este tipo?


 

Rodrigo López Oviedo

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