La igualdad ficticia

Dejémonos de rodeos y de discusiones hipócritas: aunque pocos lo admiten y muchos hablen de una igualdad que no existe, Colombia es un país racista, clasista y excluyente.

La ofensivamente célebre foto de unas señoras encopetadas de Cali, aparecida en una revista de farándula española, en la que exhibían a sus empleadas negras como trofeos o adornos, no es el problema sino un pálido reflejo de lo que muchos colombianos viven, padecen o practican, según el extremo del espectro social en que se encuentren.

Aquí se discrimina a los negros, a los indígenas, a los gays, a las lesbianas, a los transgeneristas. Y no sólo a ellos: también son víctimas de señalamientos los pobres, los que tienen limitaciones físicas, las personas con problemas de estatura, los de izquierda, los ateos y los extranjeros que vienen de países supuestamente menos ‘educados’ o más atrasados que el nuestro.


Así somos, pero no lo admitimos; nos negamos a aceptar dicho comportamiento y decimos ser una sociedad abierta, así a la vez hablemos de ‘gente bien’, trazando una odiosa frontera entre esas personas y el ‘populacho’.


Desde luego, esa proclividad a la discriminación en sus diversas formas no es una conducta abierta ni se manifiesta de frente. Muchas veces se adopta en forma sutil y se incorpora al lenguaje como algo natural.


No me cansaré de parar en seco a quienes usan el término ‘indio’ para referirse a las personas maleducadas o a las de estratos bajos. Me hierve la sangre cada vez que oigo esa expresión convertida en insulto por algunos que se creen de mejor condición que los demás, o por otros que simplemente han oído hablar así a sus padres o a sus superiores, y repiten el vocablo sin pensar en las implicaciones de su significado ni en la carga desobligante que la palabra conlleva.


Lo más triste es que en no pocos casos las autoridades encargadas de velar por el cumplimiento de las normas contra la discriminación estipuladas en la Constitución Nacional son las mismas que se valen de cualquier pretexto para ahondar el problema en vez de erradicarlo.


A la Procuraduría, por ejemplo, no le importan los hipotéticos errores de trámite en la adopción de un niño por parte de un homosexual, ni las consecuencias; no. Lo que le molesta sobremanera al Predicador General de la Nación es que el adoptante sea abiertamente gay.


Y como ese hay muchos más ejemplos en los cuales el discriminador (ya sea un funcionario, una empresaria o un ciudadano de a pie) aduce razones ficticias para justificar cualquier forma de segregación. Gracias a esa lógica oímos decir que los negros son perezosos y que los pobres viven así por gusto.

    Por eso no sorprende que, después de Haití, Colombia sea el país más inequitativo de América. El problema no es sólo de plata.
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COLPRENSA

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VLADDO

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