El Bogotazo

Columnista Invitado

El prestigioso parlamentario y litigante penalista Jorge Eliécer Gaitán fue ultimado de tres balazos por un hombre anónimo a la salida de su oficina en el centro de Bogotá hacia la una de la tarde del lluvioso 9 de abril de 1948. Todavía parece retumbar el tiroteo cuando, al ver la placa de mármol, se acerca el transeúnte o paseante por esa esquina entre la Carrera séptima y la Avenida Jiménez, las dos arterias más importantes de la ciudad en esa época.
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Cayó el hombre prominente en esa esquina, entre el estupor de los cuatro amigos que le acompañaban y la incredulidad (el primero era el mismo tribuno popular) que podría ser cosido a tiros.

Cayó Gaitán sin conciencia, conforme los testigos; trató de ser auxiliado en vano, mientras una onda de estupor y desconcierto rodeaba una escena indescriptible. Poco a poco, como en susurros imperceptibles se fue elevando la voz popular que hacía eco a lo imponderable. Mataron a Gaitán. El susurro de los primeros testigos, sin dar crédito a lo que veían, se fue trasmitiendo de voz a voz, como una consigna macabra, que se expande y aglutina primero a unos y luego a multitudes iracundas, incrédulas y que claman la venganza. Los testigos del crimen dan la voz de alarma a los miles de huérfanos que, en principio, no saben a dónde ir y pronto tratan de direccionar su accionar colectivo al epicentro que consideran el culpable del drama: el palacio presidencial. Algún otro, piadoso, empapa su pañuelo de la sangre derramada del caudillo. 

La multitud obra, en ese primer momento, de modo predecible: lincha al homicida, lo patea sin misericordia, casi descuartiza, lo desnuda y así lo arrastra como trofeo atroz para exhibirlo al frente del Palacio presidencial. El hombre del pueblo que se viste de luto y cae en una ebriedad colectiva, demanda venganza. Es una reacción colectiva mecánica, en cadena. Gaitán fallece y los pocos y privilegiados presentes en el deceso se toman fotos con el occiso, para su posteridad. Son miles las escenas simultáneas que han sido mil veces narradas, de las horas que siguieron al asesinato, que apenas vale repetir. 

Solo se sabe que el presidente, Mariano Ospina Pérez y sus ministros más cercanos estaban espantados, su mujer Bertha Hernández, se disfrazó de hombre para no ser violada, se maniobró para proteger lo principal: la sede de gobierno, los bancos, las iglesias y las escuelas católicas. Se quemó, no obstante, el palacio arzobispal, el Ministerio de Justicia (y se liberaron los presos: gracias a Dios), el Palacio de San Carlos (el lujoso Ministerio de Relaciones Exteriores), el Instituto de la Salle, El Siglo, periódico del energúmeno franquista Laureano Gómez, y otras dos centenas de establecimientos de comercio de la carrera Séptima. Fue la hecatombe, el derrumbe institucional… Se salvaron los clubes Jockey y Gun, de chiripa. Los heridos agolpaban los hospitales, por machete o bala de Mauser. En los días siguientes se traían los muertos al cementerio, centenares para ser reconocidos por familiares y amigos. 

Gaitán fue llevado en silencio esa madrugada en ataúd sencillo, entre algunos pocos y selectos familiares, hasta su casa en Teusaquillo. La neblina tan común en el páramo, acompañó esa desolada caminata en una mísera zorra que tristemente marcaba el paso a su última morada.   

Para la multitud enardecida, el responsable del asesinato de Gaitán es inequívoco. El gobierno conservador. Es más bien Laureano Gómez, que era el enemigo público de Gaitán a pesar de llevar una relación cordial entre ambos. Los godos eran los responsables de la muerte de Gaitán. Para el gobierno los asesinos eran otros: los comunistas que, para sabotear la Conferencia Panamericana que se celebraba en ese momento con presencia del Secretario del Estado Americano el general Marshall, habían urdido el plan macabro y desestabilizador de un régimen débil. La viuda de Gaitán, Amparo Jaramillo, aducía que el crimen era obra de Santos y López. Todos tenían una porción de verdad a medias, de esa política de la verdad condicionada a intereses no del todo esclarecidos. Pues la verdad es múltiple, pero no doble.

 

JOSÉ HERNÁN CASTILLA

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