Las cuaresmeras, una migración

Columnista Invitado

Cuando era niño, me regocijaba mirando hacia el firmamento, el remolino de alas que se entrecruzaba por momentos y luego se asentaban entre las ramas de los árboles. En las noches se escuchaban disparos, que a veces se confundían con la llegada de las cuadrillas de malhechores a la región. Al día siguiente nos enterábamos de que eran los vecinos cazando las águilas cuaresmeras que habían llegado del sur, después de recorrer miles de kilómetros huyéndole al invierno. 
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Nunca comí de esa carne que sancochaban en la mayoría de cocinas del caserío de Llanitos. Al verlas despojadas de las plumas sentía lástima de esos pequeños cuerpos llenos de perdigones y el macabro espectáculo de las patas de las víctimas, amarradas a unas cuerdas de ropa. Estas imágenes me marcaron y tal vez por eso la noticia de la masacre de trescientas aves, la semana anterior en la zona rural de Falan, me conmovió y sentí una gran frustración, sobre todo porque creía que las campañas de persuasión habían logrado su efecto y se había interiorizado la defensa de esta especie, pero lo ocurrido en el norte me demuestra que todavía hay bárbaros que se creen dueños de la vida.

Fueron varias las campañas de prevención que se hicieron, sobre todo en el Cañón del Combeima, donde se ha logrado crear cierta conciencia de respeto hacia esas visitantes anuales que hacen parte temporal de nuestro paisaje. Cada vez son menos los ejemplares que nos visitan, pues las rutas de la migración se han ido llenando de cazadores irresponsable y de taladores que acaban con los árboles donde ellas pernoctan. Ya no se ven esas escenas dantescas de personas llevando sobre sus hombros los costales repletos de cuaresmeras muertas. Aunque todavía esporádicamente se escuchan algunos disparos de salvajes que insisten en recuperar esa práctica y les agregan prodigiosas virtudes a estos animales. 

Pese a que existen normas para castigar a los depredadores de las especies de fauna silvestre, las denuncias se quedan en noticias que tienen unos minutos de esplendor en las pantallas, pero los resultados de las investigaciones se silencian por siempre. Corresponde entonces la sanción social a estos delincuentes y el compromiso nuestro de mantener vigentes estas campañas de prevención, hasta que se arraiguen en la conciencia de la sociedad.

Recomiendo el hermoso documental “Desde el Cañón del Combeima” (2003) del tolimense Jorge Prudencio Lozano. En este trabajo se cuenta poéticamente la historia de las cuaresmeras y, al final el narrador, asumiendo la voz de un águila exclama: “Una bala viene hacia mí, ya no podré volver al Cañón del Combeima (…), pero deposito mi esperanza en que algún día los caprichos de los humanos puedan cambiar”.

Yo también lo espero.

LIBARDO VARGAS CELEMÍN

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