Constitución y crisis de gobernanza

Guillermo Pérez Flórez

¿Cuánto tiempo de vida le queda a la constitución del 91? La pregunta es pertinente si nos atenemos a dos hechos: los ataques reformistas contra su espíritu en estos 25 años; y los retos del país relacionados con la gobernanza territorial.

Colombia tiene más territorio que país y más geografía que historia. Una de las constantes tradicionales ha sido la pérdida de territorio y el déficit de soberanía sobre amplias franjas del mismo; situación que viene desde la Colonia, como lo testimonian los llamados palenques, territorios que se caracterizaban, además de la connotación cultural, porque en ellos sus habitantes se ponían fuera del alcance del poder virreinal.

Fals Borda, en su libro ‘Mompox y Loba’, afirma que “en la provincia de Cartagena, entre 1599 y 1788, se establecieron por lo menos 33 pueblos de negros, de los cuales 21 eran palenques”. En estos territorios sus pobladores se daban su propia organización política y social. Algo similar sucedía con las tierras que conservaban los indígenas. El Estado colonial nunca gobernó todo el territorio.

La gobernanza territorial es, pues, una de las asignaturas pendientes. Los constituyentes del 91 intuyeron esta situación y consagraron principios e instituciones: el pluralismo, la autonomía territorial, la entidad territorial y jurisdiccional indígena, reconociendo la diversidad cultural y geográfica. Pero algunos sectores se resisten a aceptarlo y reniegan de ello quizá porque lo asimilan a desorden, quizá porque piensan que la unidad nacional solo puede garantizarla la homogeneidad. La consecuencia es una tragedia: ingobernabilidad del territorio. Minería criminal, contrabando de combustible, mercancías y armas, rebelión armada y cultivos de uso ilícito, fenómenos en los que están imbricados guerrillas, narcotraficantes y paramilitares, tienen como denominador común la ingobernabilidad territorial. Los brazos del Estado no llegan a todo el territorio. A las anteriores anomalías se podrían sumar otras, la falta de integración vial, el desarrollo regional asimétrico y la informalidad laboral rural.

El Estado central ha fracasado, además, en sus obligaciones esenciales de dispensar seguridad y justicia. En muchas zonas estos servicios públicos son ficciones. De allí que se haya prohijado una subcultura de la ilegalidad. Todo esto refleja una realidad tozuda: el país es ingobernable desde Bogotá. ¿Cómo encarar este desafío?

Hay que repensar el país y darle un nuevo marco institucional orientado a fortalecer el desarrollo, la integración y la gobernanza territorial, lo cual pasa por cambiar los ineficaces sistemas de reparto de los tributos, justicia y seguridad que tenemos. No se trata, como se dice ahora, de llevar Estado a las regiones. No, no, y no. Es construir Estado en las regiones, algo radicalmente diferente. Permitan que éstas piensen y actúen. La pregunta es si esta transformación es viable a través del actual Congreso, o de una Asamblea Constituyente que reordene el país y supere tan caótica situación. La respuesta es obvia. La politiquería es funcional a la mentalidad centralista - colonial que jamás lo va a permitir. Y ésta no es el remedio, es la enfermedad.

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