Beneficios literarios de la ineficiencia

Aunque a primera vista no lo parezca, las eternas filas de espera que, incluso en estos digitales tiempos pospandémicos, todavía subsisten en algunas entidades ineludibles del engranaje social sirven a una invaluable función cultural, pues convierten a la lectura en la única alternativa cuerda contra el pulso parsimonioso que diariamente los usuarios echan a la brutalidad espesa del paquidérmico avance del tiempo.

Una hora con Isabel


“Acabo de terminar otro libro, se llama ‘The Wind Knows My Name’ y se publicará en junio del otro año. Es una historia sobre refugiados” reveló Isabel Allende ante la cámara en un inglés refinado y fluido que remató con la media sonrisa exhausta del deber cumplido. Un spoiler de alta cilindrada envuelto a modo de regalo que, cual souvenir para el camino de vuelta a casa, obsequió a todos los lectores que la semana pasada nos reunimos en torno al Club de Lectura de la Universidad de Columbia para discutir su texto “Largo Pétalo de Mar”. Un relato sobre guerras, dictaduras y desplazamiento que, por culpa de la que está cayendo allá fuera, tristemente resulta más oportuno de nunca.

El dilema de la literatura sintética

Mientras usted lee estas palabras, un reputado grupo de científicos en Estados Unidos utiliza un sencillo juego de rellenar palabras faltantes en una frase para entrenar a una supercomputadora del tamaño de un edificio con la intención de que aprenda por sí misma el funcionamiento del lenguaje humano, un propósito tan poético como preocupante. Y es que, tras millones y millones de repeticiones de aquel pasatiempo gramatical, esta maravilla tecnológica ha desarrollado la asombrosa habilidad de redactar, en cuestión de segundos y con toda la información del ciberespacio disponible como recurso de consulta, ensayos complejos que dan respuesta hasta a las peticiones más enrevesadas que le elevan sus creadores. Oficialmente, se ha iniciado el proceso de extinción de los escritores.

España, café y narrativa

Una noche cualquiera a finales del invierno, cuando mi novia me invitó a ver con ella “una serie colombiana llamada Café con Aroma de Mujer” de la que toda España estaba hablando en Instagram, no pude evitar embarcarme en un frenético viaje hacia el pasado, convirtiéndome así en el improvisado pasajero de mi propia memoria. Aunque no guardo muchos recuerdos de principios de los noventa, uno de ellos con toda seguridad es el de mi madre sufriendo frente a la pantalla del televisor, al igual que el resto del país, por las desventuras amorosas de Gaviota Suárez y Sebastián Vallejo. Tres décadas después, en un inesperado giro multiversal de guion, ahí estaba yo, listo para practicar, por amor, uno de los deportes nacionales de Colombia: ver telenovelas.

Comparaciones (no tan) odiosas

Corren tiempos frenéticos para la industria editorial en Europa. En París justo ha concluido la primera versión del renovado Salón du Livre, ahora bautizado en su renacimiento pospandémico como el Festival du Livre de París, mientras en Madrid la Feria del Libro calienta motores, a un mes de su inauguración, con la presentación de su cartel oficial. Estas dos fiestas literarias, junto con la Frankfurter Buchmesse alemana, son los referentes máximos de este tipo de celebraciones en el Viejo Continente y, por lo mismo, son un parangón interesante frente al cual evaluar a la Feria del Libro de Bogotá. Una prueba ácida de la cual, anticipo, sale bastante bien parada.

El servidor del pueblo

Diez de la noche, Jueves Santo y casi un millón de televisores en España sintonizan el canal cinco para ver a un Volodímir Zelenski de improvisada pijama levantarse tarde para ir a trabajar en la escuela donde ejerce como profesor de historia. Afuera, su madre no le ayuda a planchar la camisa, su padre mira divertido cómo se le desborda el café que dejó en el fogón y hasta su sobrina le roba el turno en el baño durante un descuido. Entonces, aquella cotidianidad hogareña se ve interrumpida por la inesperada irrupción por la puerta de los agentes del servicio secreto ucraniano. Buscan con urgencia a Vasyl Patrovych, el alter ego de Zelenski en la ficción, a quien notifican, entre sobrias enhorabuenas, que acaba de ganar las elecciones presidenciales de su país.

De detectives catalanes

La justicia, sin perjuicio de lo que se entienda por ésta, es uno de aquellos valores universales que son homogéneos en la gran mayoría de sociedades y, tal vez por ello, es que a los lectores nos resulta casi que natural empatizar con las historias de detectives y forajidos sin importar en qué lugar transcurran los hechos.

Cansancio de la libertad

La filosofía es una de esas artes oscuras que me atraen y me espantan por igual. Nunca se me ha dado bien y no fueron pocas las frustraciones que experimenté en la facultad manteniéndome despierto entre el discurrir de la madrugada mientras intentaba asimilar el voltaje metafísico de Kant, Heidegger, Hegel o cualquiera de sus colegas de turno. A pesar de aquellos años en los que la magnitud de mi propia ignorancia no escatimó ocasiones para burlarse de mí, sigo albergando el deseo auténtico de algún día ser digno de acceder a aquellas verdades universales que escapan a mi entendimiento. Tal vez fue por ello que, cuando hace poco tuve la oportunidad de leer La Sociedad del Cansancio, me aferré a ella como mi última esperanza en la búsqueda de la absurda redención intelectual que mi orgullo desesperadamente necesitaba.

Letras por el oído

Me considero un lector de confesas y dolosas costumbres conservadoras. Uno más de aquellos románticos irremediables de la imprenta que, todavía y sin pudor, profesan una fervorosa devoción hacia los libros de papel y que, a pesar de estar familiarizado desde pequeño con las inobjetables ventajas de la tecnología, siempre ha observado con recelo a los artefactos electrónicos de lectura y su infatigable pregón sobre el, tan inminente como incierto, apocalipsis digital de la tinta.

Mi inconsciente machismo lector

En días anteriores, y con ocasión de los ecos reminiscentes de un 8 de marzo que justo acababa de transcurrir, me asaltó una duda clandestina de camino a la oficina: ¿cuál había sido la última novela escrita por una mujer que leí? Una pregunta aparentemente sencilla que, muy a pesar del metódico ejercicio de construcción mental que hice mientras esperaba el tren, no fui capaz de responder en aquel instante y eso, por sí mismo, ya era un indicio preocupante de que había debido ser hace mucho tiempo. Al final, me hice trampa y busqué el dato en mi registro personal. Se trató de El Puente Invisible de Julie Orringer.