La otra pandemia

Andrés Forero

No son pocos los anuncios que en los últimos días se han hecho desde diferentes sectores para contribuir en el fortalecimiento de la infraestructura hospitalaria ante el temor por los picos de contagio de COVID-19 en el país.
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Sin embargo, las medidas preventivas que se han prolongado en el tiempo e incluyen el necesario aislamiento social o confinamiento, han hecho que emerjan en el escenario otros factores de alto riesgo, esta vez para la salud mental.

Quizás tan silenciosas como el impredecible virus, la ansiedad y la depresión erosionan los estados emocionales.

En apariencia, todo va bien, todo parece normal. Para ponerlo en términos de uso frecuente en nuestros días, quienes lo padecen parecen asintomáticos.

Otra es la realidad cuando los pacientes se sienten acorralados en el silencio o la soledad de sus hogares, cuando los pensamientos, las angustias, los miedos y el desconsuelo los invaden y entonces, se hacen insoportables, hasta estallar, hasta perder el control.

Desde hace cuatro meses, el COVID-19 ha provocado la muerte de algo más de 100 mil personas en el mundo, cifras que naturalmente nos estremecen, a lo mejor porque están en todos los medios y las portadas.

Lo que poco trasciende es que cada año, a lo largo del planeta, unas 800 mil personas acaban con su vida, víctimas de desequilibrios mentales.

Si lo quisiéramos poner en un escenario más tangible, es como si en un año todos lo habitantes de Ibagué murieran a causa de suicidio.

Es una realidad que eriza la piel y que podría tender a agudizarse, no solo por el encierro que sobrellevamos y sus efectos traumáticos, también por los efectos colaterales de la epidemia: deudas, despidos, imposibilidad de garantizar el mínimo vital.

Un mal que se subestima, para el que no funcionan los respiradores más allá de que sus síntomas incluyen la asfixiante sensación de no encontrar salidas.

Es otra epidemia a la que no se mide en curvas epidemiológicas diarias y para la que pareciera no haber planes de contingencia.

Una realidad que no perdona edades y que demanda tanta atención de las autoridades públicas como sensibilización en todos los niveles de la sociedad.

Es una catástrofe humana en la que paradójicamente lo único que no sirve es lavarse las manos, donde dilatar el problema tampoco es un camino, pero en la que la radiografía del sistema de salud refleja un atraso e incapacidad de respuesta en términos de oportunidad y acceso.

Entonces, deberíamos prepararnos como país para ampliar la capacidad instalada, para poner en primer plano el papel de psicólogos y psiquiatras, para entregarles las herramientas necesarias que les permitan como hacen hoy otros profesionales de la salud batallar en el frente de guerra, arrebatándole vidas a la muerte.

Porque sin ser catastrofistas, lo peor de esta otra epidemia, la que duele pero al mismo tiempo avergüenza, de la que nadie quiere hablar, podría estar por venir.

ANDRÉS FORERO

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