Dos muertes ilustres

Gran sentimiento me produjeron las palabras de la señora Daissy Peña, esposa del compositor Miguel Ospina Gómez, al referirse al legado artístico del maestro, ahora que la muerte lo ha traído de nuevo a la visibilidad de la noticia y a las notas de prensa: “En realidad en el Tolima es muy difícil que su obra se difunda” (Crónica de Hernán Camilo Yepes en El Nuevo Día, martes 7 de febrero, p. 3-B)

Si todos hemos cantado en algún momento “Dulce Coyaima indiana”, “Cómo mueren las tardes” o “Qué más quieres de mí”, pareciera que el espíritu del maestro continuara habitando en nuestro entorno, hiciera parte de nuestras pertenencias espirituales y estuviera asegurado su conocimiento. Sus composiciones se cantan en escuelas y colegios.

Esa permanencia, me parece, es lo más importante porque confirma que su legado no sólo salió de nuestro entorno en sus vivencias sino que ha regresado para convivir con nuestra cotidianidad espiritual hasta que el mundo se diluya en los avatares del tiempo.

Sin embargo, entiendo que la señora se queja de la poca difusión que existe para la música andina, la imposibilidad, tal vez, de recopilar en un volumen las partituras de sus composiciones y la semblanza de su vida, para conocimiento del mundo. En eso tiene razón. Los presupuestos de la cultura no son para los muertos sino para los “vivos”.

Ellos no saben que la muerte nos hermana a todos. Aquella igualdad para la sociedad, por la que hemos presenciado guerras y desapariciones, sólo se consigue cuando nos vamos de este mundo. Horizontales, todos somos el mismo fardo de desechos, seamos cubiertos por sedas y oro o por retazos y cartones. Sólo es importante lo que perpetuará nuestra memoria hasta que exista el último recuerdo.

Me contrita el corazón la desaparición del maestro, como ser humano, aunque me alegra ser partícipe de su herencia cultural y artística.

Igual sentimiento me cobija con la noticia de la muerte del maestro Antonio Tapies, cuya irreverencia en el arte trascendió fronteras y permeó a inquietos jóvenes en América Latina que empezábamos a explorar los avatares del arte en los años 60 y 70.

Esa ambición por las texturas ásperas, por la materia, esa su manera de ser irreverente frente a las reglas, como genuino representante de las vanguardias de posguerra, esa audacia gestual para mezclar símbolos y hacer de los elementos más simples del entorno un objeto artístico, renacen ahora en la nostalgia con su muerte, aunque reafirman esas bases que nos transfirió a través de su ejemplo y de su obra.

Los dos maestros, que habitan en los recodos especiales de mi memoria, dignifican la muerte al trascenderla y se mantendrán siempre altivos en mi espíritu.

Credito
BENHUR SÁNCHEZ SUÁREZ

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