El desquite de Vargas Llosa

Robert Shaves Ford

La historia parece dar la razón a Mario Vargas Llosa. En Perú, sus archi-enemigos, o bien están presos, o bien terminaron aplicando las ideas que él siempre predicó en solitario y por las que tanto lo denostaron. Mientras que, en Latinoamérica, quienes reinaron desde las antípodas de su posición parecen estar desmoronándose inexorablemente.

En las elecciones de 1990, los peruanos prefirieron al agrónomo de origen japonés, que prometía relanzar la economía con políticas heterodoxas. En la recta final hacia las urnas, Alberto Kenyo Fujimori sobrepasó al célebre escritor. Fujimori está en la cárcel y, cuando Alán García volvió a ser presidente, gobernó más cerca de las ideas de Vargas Llosa que de las que puso en práctica en su primera gestión. También Ollanta Humala, un nacionalista formado en el izquierdismo indigenista de su padre (el ideólogo del “etno-cacerismo” Isaac Humala), al llegar a la presidencia se pasó sin escalas a la vereda liberal.

Nadie aclara que no comparte la adhesión a regímenes totalitarios de izquierda, como preámbulo al reconocimiento de la genialidad de García Márquez o Alejo Carpentier, por ejemplo. Nadie inicia un reconocimiento al oceánico talento de Saramago, diciendo que repudia su afiliación al Partido Comunista Portugués. Nadie repudia la oda al genocida Stalin que escribió Neruda, antes de admitir la grandeza de su poesía.

Sin embargo, en el caso de Vargas Llosa, es casi una regla del “progresismo” denostar su ideología, antes de reconocerlo como un gigante de las letras.

Hacer semejante aclaración sólo puede justificarse, en todo caso, con figuras como Heidegger. El gran filósofo alemán que escribió ‘Ser y tiempo’ y creó la fenomenología existencial, adhirió al nazismo en sus tiempos de rector de la Universidad de Friburgo. Pero hacerlo con un liberal, lo que muestra es una suerte de patología autoritaria en la cultura política predominante en América Latina.

No obstante, la gran repercusión que ha tenido el cumpleaños número 80 de Mario Vargas Llosa, muestra que, a pesar de lo que considere políticamente correcto la autoproclamada “progresía”, el escritor peruano ha logrado ser relevante más allá de las letras.

Por cierto, se puede no estar de acuerdo con la adhesión del ganador del Nobel a pensadores de la ortodoxia económica como Frederich von Hayek, pero señalar como una aberración la adhesión clara, comprometida y sin fisuras de Vargas Llosa con el Estado de Derecho y con la “sociedad abierta” que defendía Karl Popper, es una mala señal.

Podría callarse. Al fin de cuentas, igual que las novelas de García Márquez, Saramago o Carpentier, sus libros no están hechos para el consumo ideológico. Pero Mario Vargas Llosa siempre expone su visión del mundo, de la economía y de los gobiernos, porque su compromiso con la sinceridad, con lo humano y con la historia va más allá de su conveniencia artística y personal.

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