Confesiones de una mujer escéptica

La alegría de cumplir años es una falacia porque antes que significar progreso y desarrollo, lo que produce es la sensación de estar evaluando el pasado, con todo su lastre de nostalgia.

Por eso, antes que celebrar mañana un aniversario más, me limito a listar las frustraciones que se agolpan como viejas heridas que cicatrizaron con distinta pigmentación.

Por mi cuerpo avejentado discurren sin esperanzas los pasos de miles de hombres y mujeres a quienes el destino condenó a solicitar un trabajo honrado y solo reciben la negativa displicente, mientras otros sobreviven vendiendo sus baratijas en mitad de la calle y el rumor de feria pueblerina se atasca en mis oídos.

En las mañanas me levanto con la zozobra de no encontrar ni siquiera el agua suficiente para asearme, porque un nuevo aguacero dejó sin servicio la bocatoma. También me inquieta que no estén abiertos el Federico y el San Francisco para que traten los achaques diarios de cientos de personas que lo necesitan.

Cuando estoy en el centro me duele la desidia que campea en la Gobernación, donde las palomas participan del “chiquero” cuya imagen me devuelve a las viejas construcciones de siglos anteriores. Y si miro lo que están haciendo en el Parque Murillo, furtivas lágrimas se me escapan ante el paisaje ordinario que le diseñan al futuro.

Recuerdo las jardineras del siglo pasado, las palmeras y el viejo mango que se murió ante indolencia de una clase política que nada sabe de ornamento urbano y sí, mucho de corrupción y componendas.

Aunque a mis años no practico otro deporte distinto al de caminar despacio, me duele que no terminen las obras del estadio para que más espectadores puedan animar a mi equipo del alma. También lamento que lo del Panóptico se quede en retórica y temo que de pronto pueda correr idéntica suerte la interconexión del Salado con Picaleña o el repartidor vial del Éxito.

En estos días me siento enceguecida y sorda con tantos afiches, pasacalles y altoparlantes. Rostros sonrientes, que más parecen modelos que políticos, reclaman el voto y, aunque a veces pienso que los jóvenes podrían tratarme mejor, no les escucho un discurso nuevo, sino los mismos lugares comunes y las mismas mañas de sus tutores.

Voy a cumplir años mañana y poco me importan las celebraciones. Ya Camilo Pérez Salamanca me entregó otras crónicas de mi pasado y con eso me doy por bien servida. Si quieren danzar sobre mis calles, pueden hacerlo, al fin de cuentas he perdido la esperanza de ser una metrópoli y tengo que conformarme simplemente con seguir siendo la Villa de San Bonifacio en este Valle de las Lanzas.

(*) Profesor Asociado UT.

Credito
LIBARDO VARGAS CELEMIN (*)

Comentarios