Carrera intensiva de jurásico

Siempre me he considerado un hombre abierto al cambio, librepensador, agnóstico, preocupado por las brechas generacionales, amigo de los jóvenes y hasta seguidor de algunas de sus modas. También he sido respetuoso de su lenguaje, aunque no comprenda tanto neologismo y en asuntos musicales hago esfuerzos por encontrar melodías agradables en medio de tanto grito y rechinar de metales.

Tuve la fortuna de pertenecer a la generación de los sesenta, adorando a los Beatles y cantándole a la revolución con Pablus Gallinazus o Ana y Jaime. Pronto me dejé crecer el pelo y ante las primeras lanas en el mentón me las rasuré con un Gillette para que crecieran más vigorosas, desde entonces llevo esta impronta como homenaje a la juventud perdida. 

Por eso creí que la vejez no me sería extraña y no tendría demasiados líos  con las nuevas generaciones. Acepté de mis hijos regalos como el último Iphone y  de mi esposa una Ipad, compré música de Joaquín Sabina, hablé de temas candentes como el matrimonio entre gays y la dosis personal. Pero me abstuve de matricularme en las redes sociales por cierta fobia a las multitudes y a la estupidez humana. Con estas prácticas estaba seguro que me blindaría contra el anacronismo.

Los años me aplacaron ímpetus y gustos. Ahora llevo el cabello corto y no me esfuerzo para que me vean juvenil. Debo tomar pastillas para la hipertensión, caminar media hora diaria para derrotar la hiperglicemia; tomarme un suplemento dietético, erradicar la azúcar de la dieta, intentar una concentración extrema como iniciado del zen y respirar profundo cada que aparece un contratiempo. Así camino seguro, pero lento, venciendo los achaques de la vejez, como lo mandan los libros de autoayuda.

Sin embargo, un hecho imprevisto me ha causado un gran impacto. He sentido que, como lo dijera Piero, “la edad se me vino encima”. Todo porque una mañana de estas me encontré esculcando los bolsillos de mi pantalón sin hallar la compañera inseparable de muchos meses, mi peinilla negra de plástico. 

Pedí que me ayudaran a buscarla pero todo fue inútil. Me insinuaron que fuera a la tienda de la esquina y allí me respondieron que eso ya casi no se vendía. Busqué en un supermercado y otros dos establecimientos e igual resultado.

Sorprendido llegué a la casa y me recibió mi hijo, con una sonrisa irónica: “No sea anacrónico papá, eso ya no se usa”. 

Sus palabras fueron un golpe aleve a mi sensibilidad, sentí que por mi rostro se desbordaba un río de sudor y saqué el pañuelo para contenerlo, pero escuché otra vez sus ironías: “eso tampoco se usa, usted parece que estuviera haciendo una carrera intensiva de jurásico”.

Credito
LIBARDO VARGAS CELEMIN Profesor Titular UT

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