Humboldt y la Cruz del Sur: una lectura alucinante e imperdible

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El día 16 de julio de 1799 Humboldt avizoró las costas de Nueva Andalucía. Igual que tres siglos atrás lo hizo el vigía de La Pinta, un tal Rodrigo de Triana, que gritó ¡Tierra! Había zarpado del puerto de La Coruña el cinco de junio anterior. Su mente se agitó.
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Las emociones eran intensas. Pero en su memoria estaba, quemante como una llama, la imagen de la Cruz del Sur. La vio la noche que corrió entre el cuatro y el cinco de julio, luego de superar la breve estancia en la isla de Tenerife. Era una noche sin oscuridad, desnuda, el cielo impecablemente azul, alumbrado por una luna resplandeciente y lejanos punticos de luces que poblaban el firmamento, como si toda la bóveda celeste conociera las ansiedades del prusiano.

El telescopio que llevaba como parte de su abultado y pesado equipaje se convirtió en un juguete en las manos de un niño ansioso que, con cada nuevo uso, descifraba una incógnita, seguida de nuevas preguntas. Ah, una sensación de alivio lo embargó; ahora tuvo la certeza que sus preceptores en el castillo de Tegel no le habían inventado. Le relataron que en el sur había constelaciones y estrellas no apreciables desde el norte, pero que hubo un tiempo en el que para los griegos antiguos eran visibles.

Luego, en ‘Cosmos’, el sabio explicaría cómo los movimientos de la tierra eran la causa de ello, deduciendo que en algún momento, desde el norte, no solo era visible la Cruz del Sur, sino gran parte del esquivo universo estelar de luces que ahora descubría.

 

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La Cruz del Sur orientó y guio a viajeros en el infinito mar. Magallanes se percató de sus luces. Inspiró mitologías y cosmogonías en los pueblos originarios del sur de América. En la ‘Crónica sobre el Reino del Perú’, el cronista Juan de Santa Cruz Pachacuti Yamqui dibujó en 1613 un grabado que reflejaba la cosmovisión andina, que explicaba la relación del hombre con el cosmos; ahí la Cruz como epicentro de las fuerzas universales.

Y existe una leyenda, genuinamente fantástica, probablemente de un origen milenario, que narra el episodio de un ñandú, esa ave parecida al avestruz aunque más pequeña, perseguida por pobladores australes. El animal, para evitar ser cazado, corría, corría, hasta que en el confín más extremo del sur un arco iris lo recogió, llevándolo a la bóveda celeste, en la que plantó sus patas, cuya impronta son las estrellas que forman La Cruz del Sur.

La imagen es no solo bella sino conmovedora, pero el recogimiento emotivo no le resta fuerza a una explicación que justifica el origen de un cuadro celeste que sedujo a Ptolomeo, cuya astronomía aprisionó la imaginación de humana durante catorce siglos, a Marco que Polo que, desplazándose hacia el extremo oriente, descubrió un mundo extraño para Europa, regresando para contar, a través de un escriba, lo que había visto,  y el mismo Dante que refiere en un pasaje del Purgatorio haber visto las cuatro estrellas que nadie vio, excepto la primera gente. Yo me quedo con la explicación precisa, musical y dulce, del poeta Santos Chocano, ¡Ah, los poetas lo explican todo y persuaden y disuaden!!!, que en sentidos versos sentenció:  

 

“Entonces, Dios, en las nocturnas horas,

tras el misterio de las tardes bellas,

una cruz dibujó con cuatro estrellas

en el lienzo en que pinta sus auroras”. 

 

Sin más, Humboldt y Bonpland desembarcaron. Superaron las arenas amarillas que cubrían la playa y se adentraron en un inmenso jardín de rosas dormidas. Se inició así la aventura del genuino descubrimiento de América, el primer diálogo intercontinental de saberes, y la gesta de reconocimiento de la vasta identidad americana, que maravillaría a Humboldt. Entonces, nacimos para el mundo; antes no éramos más que un apartado que existía y contaba para un Imperio.

 

Hernando López Visbal 

Abogado e historiador.

 

 

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