Al asilo, ¿por obligación o elección?

Para no todos es un abrebocas del infierno. Algunos están allí por su propia decisión, porque consideran que es el mejor lugar para terminar su proyecto de vida.

“En la inmensidad de una pieza, en la eternidad de un día, mi papá no encontró un rostro familiar antes de morir”, murmura Alfonso, luego se cubre los párpados y a sus mejillas las salpica un par de lágrimas.

Falleció solo en su agonía. En el cuarto de un asilo. Sin alguien que sintiera su caricia mórbida de despedida. Calcularon su hora de partida, gracias a los vecinos que por última vez lo escucharon toser.


Su esposa no quiso que de la clínica lo llevaran a su casa, porque si fallecía “le iba a coger miedo al apartamento”. También hicieron cuentas. Salía más barato dejarlo en una residencia de abuelos, con asistencia médica colectiva, que recibirlo a él y a su enfermera particular en la que era su casa de familia.


A pesar de la parálisis que dejó el derrame, a tres de los cinco hijos que lo visitaron les indicó con el temblor del dedo índice que ese no era su hogar. Que en vez de la compañía de desconocidas de traje blanco, que lo desnudaban con un pañal en mano, prefería la de su familia. Se cansó del desarraigo. Que sí, que fue un comprador compulsivo de peleas, cultivador de caprichos, embajador del mal genio; sí, lo fue, pero aún era el papá.


Lo más claro que logró decir era que quería retornar a casa, para morir en confianza y no en ese cuarto de ancianos itinerantes, que llegaban moribundos y salían envueltos en sábanas.


Antes de descubrirlo muerto, una empleada le advirtió a la hija mayor que ese día lo notaron decaído, como descorazonado y con ganas de oír la radio. “Papá, por qué no me esperó”, le susurró Carmen, al encontrarlo con los labios entreabiertos. Después de cerciorarse de que ya no tenía pulso, avisó a los hermanos y a su madre. Ninguno quiso verlo.


La familia aún conserva sus cartas amarillas. Llevan la firma de ese hombre que murió sin mujer, aunque no era viudo; sin hijos, aunque era padre; sin nietos, aunque tenía más de un puñado; sin familia.


Cuando Alfonso, su hijo, tomó uno de esos manuscritos, con más de 50 años de antigüedad, y empezó a leer, su mirada se empañó, prefirió doblarlo, y remató con la frase con la que empezó esta historia.


¿Qué hacemos con la mamá?
“Salgo temprano y llego de noche. La encuentro sola en el balcón. Con el gas abierto, casi siempre olvida cerrarlo. Le pregunto que si almorzó y me dice que no tuvo hambre. Que si se tomó las pastillas de la presión y de la diabetes y me responde que no se acuerda.

Se la pasa en pijama todo el día. Tampoco se cepilla los dientes. Yo no quiero que pase más tiempo sin alguien con quien hablar. Mi mamá no puede seguir estando sola”, le dijo Sandra a sus hermanos.


“Aquí todos ustedes son independientes, cada uno se casó y vive con su pareja -continuó- como yo me separé, ella se quedó conmigo. Pero yo siento que necesito zafarme de las faldas de mi mamá. Le pregunté a ella que qué prefería, ¿un asilo o un apartamento? y prefirió el primero”.


“¡Desagradecida!”, juzgó una hermana.

“Quizá en esa soledad en la que estaba ya ni estaría viva”, le recalca Sandra-. Ahora juega bingo, hace gimnasia, va a misa, consiguió amigas. “Siempre la llamo. La visito. Le huelo la ropa, le reviso los dientes. Está mejor que antes”.

De pronto a esa mujer tosca que siempre fue la mamá, colmada de amargura, de palabras escasas y caricias ariscas, la señora del grito y la correa en la mano, aprendió la dulzura entre bastones, sillas de ruedas y mecedoras.


Quién lo creyera, justo en el asilo, Sandra descubrió a qué sonaba un beso de madre en la mejilla.


La lista de espera
De pronto escuchaba esos cuchicheos que le confirmaban que sólo era un estorbo: “¿Qué hacemos con mi mamá? ¿Quién se queda con la abuela?”. “Me sentía tan mal, -confiesa doña Ligia-, por eso me vine, no quería quitarles la libertad”.

“Aquí no nos hace falta nada, -asegura aludiendo al dueto que no falta en el asilo- hay Padre y médico diario. Tengo siete hijos, pero todos casados. Son adorados, pero cada uno tiene su obligación. Me ofrecieron vivir con ellos, pero a los matrimonios hay que dejarlos solitos y qué pereza seguir sola en un apartamento, pegada del teléfono, esperando a ver quién me escucha”.


“¿Qué hubo de mi puesto?”, preguntaba sin falta cada semana doña Julia, cuando llamaba al Hogar Vizcaya para ancianos. Ya había pasado los exámenes médicos y las pruebas sicológicas, superó las dos semanas de inducción y tenía el visto bueno del comité directivo para ingresar, pero el cupo estaba completo.


“Por fin se murió alguien”, exclamó cuando la llamaron y le avisaron que “desocuparon una habitación”.

-Me voy para una casa de personas mayores, le anunció doña Julia a su hijo.
-Pero mamá, usted no tiene necesidad -replicó.
-Mijo, viejos con viejos, no nos dañemos la vida mutuamente -le respondió su madre-. Yo ya no puedo con esta casa tan grande ni conmigo misma.
-Véngase a vivir con nosotros -insistió.
-Tampoco me aguanto a los nietos que sólo quieren vivir con la música a todo volumen, ni me soporto más a las empleadas del servicio.

Y cuando su hijo le propuso esperar un tiempito mientras vendían los muebles y enseres, le ordenó: “llame al reciclador y entréguele todo”, para ahorrar tiempo antes de que alguien de la lista de espera se enterara de la vacante y le quitara el turno.


“Y desde que llegué esto parecía el cielo”, exclama doña Julia.

Rosa, Marta y Margarita llegaron recién jubiladas. Ni viudas ni divorciadas. Sin hijos y huérfanas, como todas a su edad. Siempre solteras y sin más compromiso que con ellas mismas. Trabajaron toda la vida para asegurar su vejez. Ahora la pensión y una partecita de los ahorros se van cada mes en ese “arriendo” con alimentación, hospedaje y servicios incluidos.

“Tomé la decisión, porque yo ya no podía cuidarme sola. Empecé a desbaratar el apartamento, a vender y a regalar todo lo que tenía”, cuenta Rosa. Luego Marta agrega, “si no me mudaba, siempre viviría de arrimada” y Margarita remata: “mi meta siempre fue vivir en una residencia de ancianos. Le hice una novena a San Antonio, para que me diera el puesto y a los cinco días me dieron la buena noticia. Se había muerto un señor”.

    
El asilo o la decisión inducida
Cuatrocientos 95 mil pesos paga doña Herminia “con lo que me dejó mi príncipe” y con el dinero de la renta de su apartamento. Vive en la habitación 111 con los recuerdos colgados para que no se le olviden.

De un clavito pegado a la pared está aferrada la fotografía gris de un par de jóvenes y una carta de antaño.

“Cuando él se murió me sentí sola. Y me dolió como un Judas. Ya no quería vivir pensando en qué iba a hacer de almuerzo para mí sola. Yo llegué, porque quería, porque la soledad me entristecía.

No quería vivir con ninguno de los hijos, porque siempre he pensado que cada uno en su casa y Dios en la de todos. Y hay que contribuir a sus relaciones. Al principio sí sentía que se me desgarraba el alma”.


“Yo todavía siento tristeza -confiesa doña Franquelina- después de uno vivir tan bueno, cómo no. A veces hasta lloro. Sí, me da nostalgia recordar cuando todos estábamos juntos”.


A veces en las noches doña Carlina se despierta y sacude a Orfa, su dama de compañía. “¿No has visto a la hija mía? ¿No ha venido?”. “Doña Carlina, tranquila, acuéstese, ella sigue fuera del país, de pronto la llama esta semana”.


 -Me vine dichosa. Toda la vida me gustó la tercera edad, porque nunca tuve abuelos -exclama doña Tere- hice las vueltas en secreto y sólo hasta que tuve el cupo asegurado, me fui de la casa del yerno.


-¿Por qué?

-Los nietos se hicieron grandes. Mi temperamento no ayudaba. Y me aburrí cuando noté que ellos tenían sus planes y yo no cabía en ellos.

-¿Cuál fue el detonante?

-Un dolor en el corazón. De repente sentí que sobraba... o no -titubea y después de un suspiro concluye- no era tanto que sobrara, sino que ya no era necesaria.   

Credito
CAROLINA CALLE VALLEJO COLPRENSA - EL COLOMBIANO

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