Estuvimos al borde del precipicio, pero aquí no pasó nada. Así lo vio el Presidente y casi todos: la malhadada Reforma a la Justicia está, en efecto, muerta. Sin embargo, la muerta puede resucitar cualquiera de estos días, si a la Corte Constitucional le da por hacer cumplir la Constitución.
Es sencillo: con ayuda de juristas ilustres, aplaudidos por los medios y con el apoyo ardoroso de la ciudadanía, el Presidente y el Congreso decidieron saltarse a la torera la letra y el espíritu de la Constitución para evitar que quedara destruida por una reforma aprobada según los procedimientos establecidos en la misma. Una competencia exclusiva de la Corte.
Sin duda, la reforma era “inconveniente” y su aplicación, “catastrófica”. Lo era desde el principio y no solo por los micos de última hora. Y aunque lo era no podía deshacer sino siguiendo el método previsto en la Constitución. De lo contrario al presidente le bastaría con decir que cada ley que le estorbe es “inconveniente” para librarse de toda restricción: una dictadura.
Y sin embargo parece inaceptable que los formalismos impidan hacer algo que desea la inmensa mayoría de la gente. Solo que esta vez los “formalismos” eran la esencia misma de la Constitución.
Una constitución es el reglamento para ejercer el poder. Por eso la reforma la liquidaba: era un cambio de fondo en el balance de poderes, donde los congresistas se libraban del control de los jueces y le cerraban la puerta a los escándalos. Implicaba una nueva -y siniestra- Constitución.
Entonces Presidente y Congreso se saltaron el balance de poderes que establece la Constitución para evitar la reforma: escogieron violar la Constitución en su propia y paradójica defensa. Este brinco se disimuló en tres brinquitos inocentes que fueron tres abusos palmarios de poder: 1) Santos y Corzo se negaron a firmar o a “promulgar” la reforma. 2) Santos objetó el “proyecto”, aunque no podía y 3) Santos convocó el Congreso a sesiones extraordinarias de dos días para que “decidiera sobre sus objeciones” y el Congreso derogó del todo la reforma. Pero la Constitución prohíbe que las reformas constitucionales se discutan en sesiones extras (es más: esta sesión ilegal es motivo de cárcel para los asistentes) -y el Congreso excedió su convocatoria.
El truco consistió en tratar la Reforma como una ley ordinaria. Pero sucede que el poder constituyente es distinto, anterior y superior al legislativo y distinto, aunque sea el mismo Congreso quien ejerza ambas funciones.
Saltarse la Constitución para romper el equilibrio de poderes es un golpe de Estado. El Congreso estaba dando uno y el Presidente y el Congreso, para evitar ese golpe, dieron otro. Ahora puede que la Corte aplique la Constitución y resucite la reforma. O puede que bendiga el golpe y siente el precedente de que un gobierno con mayorías parlamentarias puede ponerse la Constitución de ruana. En cualquier caso, quedó comprobado que aquí se vale hacer trampas para atajar otras trampas. Es decir, todo vale.
Parece inaceptable que los formalismos impidan hacer algo que desea la inmensa mayoría de la gente. Solo que esta vez los “formalismos” eran la esencia misma de la Constitución.
Credito
HERNANDO GÓMEZ BUENDÍA
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