Derecho a morir dignamente

Agustín Angarita Lezama

Languidecía el día en un atardecer bello como es costumbre en esas tierras. El sol, acurrucándose entre las montañas, llenaba de arreboles el cielo. Mientras llenaba mis ojos de firmamento, me abordó el familiar de una paciente. Quería que la fuera a ver hasta su casa de una zona rural cercana. Acepté. Recogí lo necesario para la consulta y emprendimos viaje.

En quince minutos arribamos a una finca a borde de carretera. Tenía una casa de bahareque pintada de blanco adornada con matas de flores sembradas en latas de aceite pegadas a las paredes. Otras colgaban de las cornisas que el viento mecía suavemente. De inmediato me llevaron a ver la enferma.

La encontré tirada en un viejo camastro en un cobertizo hecho en la parte trasera de la casa con retales de guadua y cinc, alejado unos treinta metros, al lado de la letrina y del pozo séptico. Despedía un olor nauseabundo. Prácticamente no se podía respirar. La familia había decidido sacarla de la casa para aliviar los olores que despedía su avanzado cáncer de matriz y ahogar los gritos de dolor que permanentemente emitía.

La señora, hija mayor de los dueños de casa, por la falta de costumbre de hacerse chequeos médicos preventivos, había desarrollado un cáncer de cuello uterino, que solo se le descubrió cuando le había invadido órganos internos. Le hicieron tratamiento especializado y luego de varias sesiones los galenos decidieron que no había nada que hacer, que lo mejor era que la llevaran a casa y le dieran calmantes mientras moría… llevaba 4 meses en agonía.

Ya era un escombro de ser humano. Sus ojos extraviados por el dolor, los calmantes y la enfermedad. Sus huesos forrados en una piel cetrina demostraban como la invasión del cáncer la consumía. Sus genitales eran una gran úlcera que conectaba lo que quedaba de vagina con el recto. De allí salía una abundante supuración fétida. Todo lo que comía lo vomitaba y orinar o defecar eran un martirio. No paraba de gritar por sus agudos dolores. La morfina que le aplicaban la mantenía adormilada pero su dolor seguía intenso.

Luego de examinarla me sentí miserable. No entendía por qué un ser humano tenía que sufrir de esta manera. Me llenaba de ira no poder darle ningún alivio más allá de tomar sus manos y sentir su leve apretón mientras me buscaba con su mirada perdida y llorosa.

La vida vale la pena si hay libertad, salud y dignidad humana. No era para nada digna la vida que mantenía ésta señora. Pedía que la ayudaran a morir... Así hay centenares de seres humanos tirados en hospitales o en cuartos de hogares, que pese al amor de sus familiares, se apagan poco a poco sumidos en el sufrimiento, la desesperación y la angustia. No es humano ni para los enfermos ni para la familia ese suplicio.

El Ministerio de Salud reglamentó el derecho a morir dignamente, sin embargo, escucho voces contrarias, especialmente de los que están sanos, no viven cerca del dolor y asumen el sufrimiento desde la teoría.

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