La media hora del gato

Darío Ortiz

Acostumbrada a acatar todas las órdenes de la autoridad duró semanas pensando cómo iba a llevar a su gato a la veterinaria, entre otras para que le renovaran una vacuna inaplazable en medio del aislamiento obligatorio.
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Habló con la doctora que hacía turnos de atención parcial y pensaron en un operativo comando en el cual ella no bajaría del carro las horas que atendieran la mascota. Compartió la idea peregrina de salir pese a las restricciones en el chat familiar a sabiendas que hasta las nietas le reprocharían la irresponsabilidad de enfrentarse al costoso comparendo y al temible coronavirus.

Con casi ocho décadas a cuestas y algunos males llamados ahora comorbilidades, angustiosamente hizo caso a las advertencias y dejó pasar los meses, mientras convertía su casa, siempre pulcra, en algo así como un quirófano habitable a punta de líquidos desinfectantes de esos que algún presidente sugiere para tomar. Encerrada a cal y canto con su gato y su empleada de confianza, temerosas ambas de las noticias alarmantes, se alejaron del mundo y sus demonios, no sin antes advertirnos que no hay enfermedades más terribles que la tristeza y la soledad; sobre todo cuando desde el presidente para abajo surgieron normas que hasta impedían que la visitáramos y que al protegerla también la condenaban al olvido.

Ser discriminada por vieja para ella no era ninguna ninguna novedad, pues desde hace tres décadas se dio cuenta que, sintiéndose en la flor de su vida, ya no era la jovencita con experiencia que en todas partes querían contratar por poco dinero. A partir de ese momento comenzó a entender que nuestro país no es lugar para personas mayores y que hasta el Dane las menosprecia al diferenciar sólo el desempleo juvenil y no el del adulto mayor. Vital hasta hoy, ha visto que en otros lugares las personas de edad no son desechables abuelitos con olor a alcanfor y a paño guardado. Los ha visto bailar ágilmente en pueblos mexicanos, atender negocios en Italia, o resolver problemas en Francia. Y todo eso lo cuenta con voz firme y ojos brillantes mientras hace delicados dibujos en artesanías de madera, el negocio que finalmente montó cuando se cansó del rechazo a su cédula en las entrevistas de trabajo.

Entiende más que cualquier joven los riesgos de la muerte y recuerda de cuando en cuando que otros sobrevivimos por su previsión y cuidados. Antes de que un decreto la encarcelara viva en su propia casa, se iba manejando a encontrarse con sus compañeras de colegio octogenarias para hablar de su reciente subida a Machu picchu, sus futuros planes, o sobre las largas caminatas diarias que hasta hace poco realizaba para huir del fantasma de un enfisema pulmonar que nunca llegó pese a fumar 50 años.

Con las nuevas restricciones, calculo que la mísera media hora de permiso de salida que les dan a los mayores, no alcanzará ni para la cita postergada con la veterinaria y decido ir para ayudarla con eso y a verla después de tanto tiempo.  Luego de quitarme los zapatos a la entrada y lavarme las manos, me siento a escuchar sus historias al otro lado de la sala disfrutando de una torta que me prepara desde niño. Mientras escucho cómo hace ejercicio dentro de la casa y que en su afán de no estar quieta se ha dedicado a cuidar los jardines del conjunto en las horas que nadie la ve salir; la interrumpo para preguntarle por el gato. Y ella, levanta la cabeza lentamente tras tomar un sorbo de café, y mirándome con profunda compasión deja escapar un destello de luz mientras me dice: ya está vacunado. 

DARÍO ORTIZ

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