Reflexión navideña

Guillermo Pérez Flórez

Comienzo por contarles algo: tengo un perro. Le llamamos Max. Y sin proponérnoslo, nos hemos convertido en una familia “multiespecie”, como recientemente la ha denominado la Corte Suprema de Justicia, al abrir un debate que recientemente llegó a la Corte Constitucional, sobre si los animales de compañía hacen parte o no de la familia. Creo que sí. Ahora bien, no es de un asunto jurídico de lo que quiero hablarles. No. Se relaciona más con la ética y los derechos humanos.
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Max es un perro afortunado. Goza de todos los cuidados y mimos posibles. Con decirles, que está afiliado a una EPS perruna y jamás hemos tenido que recurrir a una acción de tutela para que le presten servicios. Sale tres veces al día a caminar y hacer sus necesidades, nuestros amigos nos preguntan por él cuando nos llaman, lo reciben en sus casas, y es aceptado en casi todos los restaurantes. Mensualmente va a la peluquería, y tiene control habitual de vacunas y desparasitación. No acepto que se suba a mi cama, pero me temo que lo hace cuando yo no estoy. En fin, que vive bien, muy bien diría yo. La idea de tenerlo fue de mi esposa, sin embargo, confieso que me he encariñado mucho, lo disfruto y me divierten sus gracias. Algunas veces hablo con él. En eso me parezco a Milei, con la diferencia de que el perro con el que él habla está muerto.

Las comodidades de que goza nuestro perro me generan un problema ético y moral. Vive mejor que muchos niños de este país, en particular niños indígenas. Esta semana tuve que ir a Bogotá (subrayo tuve, porque tanto la estancia allí como el viaje se han convertido en una pesadilla), íbamos en el carro y Max ventaneaba, se fijaba en todo, como es su costumbre, y se quedó mirando a dos niños sentados en el suelo con su mamá. No creo que ella tuviera más de dieciséis años. Todos estaban descalzos, desnutridos y sucios. Literalmente, tirados en la calle. Al verlos, hice una especie de flashback y me devolví a Ibagué, al andén de la Catedral, en la Plaza de Bolívar, en donde suelen sentarse familias indígenas. Se ubican allí como buscando a Dios, mirando a la alcaldía, contemplando al Estado, y viendo pasar la gente. De los tres - Dios, el Estado y la ciudadanía - sólo Dios hace lo suyo, pues sobreviven de puro milagro. La analepsis duró unos segundos, los conductores comenzaban a pitarme para que avanzara.

Está bien, muy bien, que hayamos mejorado nuestra relación con los animales, aunque nunca faltan descerebrados que los maltratan. La cuestión, sin embargo, hace que me interrogue si es moralmente admisible que muchos perros (otro día les hablo de Frida) vivan mejor que miles de niños en este país. Nos hemos vuelto sensibles con los animales, pero insensibles con los humanos más vulnerables, como los niños, que deberían ser objeto de especial protección. El maltrato, la violencia y el abandono son su pan de cada día. El ICBF ha hecho mucho por la niñez, no obstante, hace falta hacer más, mucho más, en diversos campos, entre ellos el de la educación, como acaban de demostrarlo las pruebas PISA. La política de infancia y adolescencia debería ser objeto de un consenso nacional. Es una cuestión de derechos humanos. “Lo quieras pedir, pídelo por los méritos de mi infancia, y nada te será negado”. Feliz navidad para todos.

GUILLERMO PÉREZ FLÓREZ

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