Campesinos: el drama de siempre

Hugo Rincón González

Es común estos días ver a muchos campesinos de Boyacá y otros departamentos, ubicados a las orillas de las carreteras ofreciendo los bultos de papa que ellos producen, a turistas y viajeros que se desplazan por las vías de los municipios productores de este tubérculo. Buscan que estos les paguen algo más por su cultivo. La situación se repite día tras día con la mayoría de productos agrícolas, es la dura realidad. Los precios que les pagan por lo que producen no alcanzan a cubrir sus costos de producción.
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Esto que ocurre en este departamento y otros productores de este cultivo, sucede igualmente en el municipio de Roncesvalles. Hay agricultores que dicen que con el valor que están pagando por el bulto de papa no es posible ni siquiera pagar los jornales de los que se dedican a arrancarla y mucho menos cubrir los demás costos referidos a semillas, fertilizantes y agroquímicos. Para estos cultivadores es mejor que el tubérculo se dañe bajo tierra que sacarlo y venderlo con mayores pérdidas. A pesar de solicitarle ayuda al gobierno, esta aún no se materializa y mientras tanto la situación es cada vez más dramática.

En estos tiempos de pandemia las afectaciones que han padecido los productores agropecuarios son diversas según un estudio de la FAO. Está el aumento del precio de los insumos agrícolas que no obstante la crisis originada por el virus del Covid-19 siguen incrementándose.

El problema del transporte para sacar los productos a los mercados por la precaria condición de la mayoría de las vías terciarias y también, los eventos climáticos como exceso de lluvias, sequías, vendavales, que dañan las cosechas o impiden que se den nuevos cultivos. A esto se le agrega que los municipios no prestan asistencia técnica agropecuaria y que sus presupuestos para el sector rural son tremendamente limitados.

Este panorama que no se ha modificado desde hace mucho tiempo, me hizo recordar una conversación que sostuve con un indígena en el sur del Tolima a comienzos de la década de los noventa, en el momento de auge de la amapola. Se promovía en esa región la siembra de cultivos asociados de maíz y fríjol como alternativa para generar ingresos para las familias que tenían sus predios en zonas rurales alejadas.

La propuesta en su momento fue recibida como inviable, pues según los cultivadores, en el mejor escenario, sacar esos productos al casco urbano de los municipios era más costoso que el valor que recibirían por su venta y por el contrario mencionaban que “la mancha” era mucho más rentable y hasta subían a las fincas a comprarla.

Ese es el drama del campesinado en la historia de nuestro país desde siempre. Por esta circunstancia el campo colombiano se está envejeciendo puesto que para los jóvenes no es atractivo mantenerse en un escenario que no le brinda ningún tipo de oportunidades. Se habla y se reivindica el valor de nuestros campesinos como productores de alimentos y como actores claves para garantizar la seguridad alimentaria y sin embargo se les estigmatiza, se les abandona y no se les apoya de una manera real.

Es hora de que el país reconozca la declaración de los derechos de los campesinos y se comprometa a promover un proceso de transformación estructural del campo que genere condiciones de bienestar para la población rural y de esta manera contribuya a la construcción de una paz estable y duradera.

Si avanzáramos en una reforma rural integral, que entre otras cosas está contenida en los acuerdos de paz, lograríamos que el país vaya superando los niveles de exclusión e inequidad que produce los dramas referidos y seguramente no veríamos a los productores agrícolas cargando al hombro lo producido en sus tierras, mendigando que alguien le compre a un precio justo lo que con tanto trabajo y esfuerzo cultivan.

HUGO RINCÓN GONZÁLEZ

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