Por primera vez

Juan Carlos Aguiar

Confieso que tengo una extraña atracción por la realeza británica. Hacia la reina, los príncipes y los duques, pero mucho más hacia sus tradiciones ancestrales. Me gusta leer sobre la nobleza, pero especialmente sobre los protocolos reales.
PUBLICIDAD

No me he perdido un solo episodio de The Crown, la serie producida para Netflix, en la que cuentan la vida de Isabel II, reina de Inglaterra, desde antes de su ascensión al trono cuando todavía vivía su padre el rey Jorge VI. Incluso, recuerdo que Diana de Gales, la Princesa del Pueblo, murió un 31 de agosto hace casi 24 años, día de mi cumpleaños, lo que siempre he visto como una extraña coincidencia. 

El protocolo real, bajo el cual funciona la Casa Windsor, regentado por la familia Mountbatten-Windsor, estipula cosas que suenan increíblemente absurdas para el resto de los mortales, pero que hacen de este un mundo fascinante. Por ejemplo, los integrantes de la casa real siempre viajan con un traje negro en su maleta, para vestir adecuadamente en caso de fallecimiento de un familiar; nadie le extiende la mano a Isabel II si ella no lo hace primero; nadie come después de que la reina ha terminado; mientras ella esté de pie todos a su alrededor están parados; nadie se puede comprometer en matrimonio sin su aprobación; y una larga lista de normas de estricto cumplimiento. 

Dicen que detrás de todo gran hombre siempre hay una mujer, pero esto no es del todo cierto en una de las familias más públicas y enigmáticas del planeta. De todas las reglas siempre me llamó poderosamente la atención una, que cumplió cabalmente Felipe de Edimburgo, quien falleció hace pocos días a los 99 años. El príncipe consorte de Isabel II, su leal esposo, caminó durante más de 73 años dos pasos detrás de su reina. Lo hizo sin asomos de grandeza, sin hacerle sombra a la mujer que juró servir desde el día en que adquirió la nacionalidad británica para casarse con ella. Y no es que lo hubiera necesitado. Felipe nació con sangre real y derechos propios sobre una corona, que luego se desvaneció en la historia y en la transición de las naciones. Él, llegó al mundo siendo el príncipe Felipe de Grecia y Dinamarca. 

Aunque por décadas lo llamaron duque de Edimburgo, también fue conde de Merioneth y barón de Greenwich. A pesar de tantos títulos nobiliarios, Felipe fue tan humano que le adjudicaron varios romances a lo largo de su vida y se le conocieron unas muy sonadas equivocaciones, pero jamás dejó traslucir alguna duda sobre el papel de reparto que jugó en la historia de una mujer que es protagonista en la vida de Inglaterra, Canadá, Nueva Zelanda y varias naciones más. 

Desde que conocí el protocolo que cumplía Felipe de caminar dos pasos atrás de su reina, lo admiré por su devoción a una mujer, por el cumplimiento total de las tradiciones y por la lealtad a sus principios. Con la partida de Felipe de Edimburgo comienza el ocaso de una era que permitió que Isabel II haya sido la reina más longeva de la Mancomunidad Británica de Naciones, hasta celebrar su Jubileo de Platino cuando cumplió 70 años como jefe de Estado. Isabel II ha sido, desde siempre, el conector simbólico del poderío británico. Hace pocas horas, como no ocurría hace más de 73 años, la Reina Isabel no caminó delante de Felipe. Ayer, por primera vez en décadas, ella fue detrás de él, escoltando su féretro real y despidiendo al hombre que le sirvió de forma incondicional y fiel. Ayer, por primera vez una lágrima suya rodó en público. Pero él, ya se había ido de este mundo de reyes y plebeyos.

JUAN CARLOS AGUIAR

Comentarios