Ibagué: Un buen vividero en declive

Ismael Molina

Uno de los buenos efectos de los crecimientos acelerados de la inversión inmobiliaria es la transformación de las ciudades, pues las nuevas edificaciones son generadoras de espacios públicos y privados icónicos, de manera que se convierten en referentes urbanos para la totalidad de la población. Tales edificaciones son generadoras de espacios públicos y transforman permanentemente el paisaje de los diferentes centros urbanos, de manera que las grandes inversiones del sector privado son apropiadas por la población como partes de la ciudad que la embellecen y proyectan al futuro.

En la última década, Ibagué ha tenido un proceso acelerado de crecimiento inmobiliario, que se traduce en la ocupación de grandes áreas urbanas en el sector norte de la ciudad y en el llenado de espacios vacíos a todo lo largo y ancho de la ciudad, con un licenciamiento de más de 700.000 metros cuadrados al año y con una creciente importancia del sector de la construcción en el producto interno bruto de la ciudad.

Pero tal boom inmobiliario no se ha traducido en un mejoramiento en la calidad urbana de la ciudad y, por el contrario, cada vez es mayor su deterioro y la pérdida de gratos valores que la han hecho un buen vividero. Debemos insistir que la ciudad, como hecho físico, está determinada por el espacio público que posee y que hace que la vida de sus habitantes se dignifique.

El deterioro del espacio público es inmenso. El último espacio público generado en el centro de la ciudad fue la Plazoleta Darío Echandía, hace más de 30 años, sin contar el escenario de patinaje inaugurado en las inmediaciones del Panóptico. Las fachadas de los edificios del centro se han deteriorado en forma continua y sus fachadas laterales o posteriores nunca han tenido tratamiento paisajístico alguno, dando por resultado un escenario urbano muy poco agradable a los ojos de residentes y visitantes.

El compromiso de recuperar los espacios públicos ocupados ilegalmente por almacenes, cafeterías o residentes que techan antejardines y rompen la continuidad visual y la armonía de los barrios y las vías principales, no es la excepción sino el comportamiento permanente. Es decir, el respeto por la ciudad no existe.

Frente a esta situación la ausencia de las autoridades es evidente. La Defensoría del Espacio Público brilla por su ausencia y la oficina responsable de éste no actúa, sin saberse si es por negligencia o por incapacidad. Por otro lado, los Curadores Urbanos, en un carrusel de alegría y de malos manejos, con absoluta irresponsabilidad frente a la ciudad, siguen aprobando las propuestas de los promotores inmobiliarios que asumen al espacio público como el residuo indeseable que deben dejar a la ciudad, sin entender que de éste depende la calidad de vida de la ciudad en su conjunto.

Pero, pese a lo que sería deseable, que los desaciertos en que incurren los curadores debieran ser corregido por la autoridad municipal esta calla y no actúa y cuando se le insiste a que lo haga la respuesta no puede ser más extraña: el control y vigilancia de éstos señores no recae en la entidad que por competencia lo debiera hacer, es decir la Secretaría de Planeación, sino que está en manos de la Secretaría de Infraestructura cuya esencia no es el control urbano.

Pero esa situación no es extraña en nuestra ciudad: el control de los acueductos comunitarios urbanos está a cargo de la Secretaría de Desarrollo rural; el espacio público de la Secretaría de Gobierno; la vivienda se reparte entre la secretaría de Infraestructura, Planeación y a veces la Gestora Urbana y el control y vigilancia de las curadurías urbanas lo hace la Secretaría de Infraestructura. Es decir, el manejo y vigilancia de los elementos estructurantes de la ciudad se hace sin profesionalismo ni idoneidad. Eso no es problema de esta administración, ha sido el producto de decisiones tomadas en el pasado con el único fin de evadir las responsabilidades derivadas de un mal manejo urbano que se traduce cada vez más en el deterioro de la ciudad en su conjunto y en la pérdida del atributo que ha tenido siempre la ciudad de ser un buen vividero.

Economista

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