Un parque más allá de la montaña

Crédito: Foto: Stw Plazas/ El Nuevo Día. Vereda Charco Rico, Ibagué.
"Él es mi mascota. Tiene que aprender a ser fuerte como el papá. Yo me hago matar por él". Áspero.
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Él se encargaba de lavar la ropa y mantener las cosas de ella en un orden específico. Vivían en la finca San Carlos de la vereda Charco Rico, allí se cultivaba banano. Los racimos estaban en una habitación que parecía abandonada. Desde el filo, a la orilla de la carretera se veía el techo de toda la casa. La habitación de los bananos permanecía cerrada con candado, pero desde afuera se podía ver lo que había dentro. La puerta era de madera y estaba despegada en la parte inferior izquierda del marco. La casa permanecía tan sola y los vecinos no se atrevían a entrar por un temor que se confundía con respeto.

En el patio de la casa había una alberca grande de paredes ennegrecidas por el musgo. Al lado izquierdo de la alberca como a un metro de distancia quedaba un tanque enchapado solo por dentro. Era el tanque para lavar arto café. Al lado derecho quedaba el lavadero grande al rayo del sol. La maleza se había tragado de a pocos los arbustos de café que bordeaban el patio. El tamaño de la maleza amenazaba con ocultar los tanques, su espesor no dejaba ver el horizonte ni el abismo. En el patio se dibujaba un caminito desde el corredor de tierra hasta el lavadero. Él lavaba los cucos de ella con devoción especial. Los estregaba hasta dejarlos blancos y volvía a estregar. Les untaba jabón sobre la mariposa, les echaba un poco de vinagre y los dejaba en remojo otro rato. Ella dormía. Él preparaba un caldo de papas al que a veces le echaba pastas y mientras este se cocinaba alistaba la cadena y una butaca de madera donde dejaba el tetero lleno con aguapanela y leche. Esta mezcla parecía agua de la quebrada cuando baja embarrada. El papá alistaba al niño y le decía cosas de grandes mientras le cambiaba la ropa. No lo bañaba. Le hacía comer de lo que acababa de preparar con una exigencia que suponía amorosa. El niño lo miraba con inquietud; le sonreía con una mueca de sumisión que parecía una súplica. Áspero le limpiaba la carita con el trapo de bajar las ollas del fogón y lo entraba a otra habitación. Se dirigía hacia el lavadero y volvía a enjuagar los cucos de ella. Los tendía en la cuerda de alambre dulce que atravesaba el patio y se prometía recogerlos y doblarlos en la noche. En el filo donde quedaba la entrada la finca San Carlos se podía amanecer conversando mientras la ciudad titilante se apreciaba sin tener que inclinar la cabeza. Los puntos amarillos debelaban los rincones brillantes de la ciudad; que se escondían en el día. En medio de la conversación alargada se colaban por los oídos el zumbido de los grillos y el croar de las ranas. Desde este mismo punto, a la media mañana se divisaba de cerca la faena de Áspero. El viento soplaba pacito haciendo sonar las hojas de pasto grande que crecían en el patio. Cerca de la última habitación se veía desde lejos una grieta que para ellos era una simple grieta. Esta se agrandaba un poco cuando sonaba la detonación de la pólvora. Abajo en la balastrera entre el municipio de Coello y el barrio Boquerón, iba quedando una explanación grande que limitaba con la línea de asfalto donde desembocaba la fila de volquetas, que se iban llevando por paladas la montaña.

En la parte más alta de la balastrera, en ese patio enmalezado, transcurría con la misma naturalidad de siempre la rutina de Áspero y su familia. Ya casi estaba todo listo. Ella vestida con ropas un poco descubiertas esperaba la salida. Áspero seguía dando vueltas dejando todo en el orden que debía quedar. El niño se empinaba y se sentaba varias veces dentro del caminador que estaba atado por un lazo a uno de los palos del marco de la puerta de la habitación de los bananos. Estiraba sus manos hacia delante mirando la cara de Áspero. Él se inclinaba, sujetaba el caminador y llevaba al niño hasta el centro de la habitación. El tetero de tapa verde enmugrecido ubicado sobre la butaca de madera que hacía las veces de mesa, se convertía en la única compañía del niño de siete meses. Él esperaba dentro del caminador en la habitación de los bananos mientras los padres regresaban. Si el tetero se le cae tendrá que aprender la precisión de cogerlo la próxima vez. Así respondía Áspero cuando Nadia la hija mayor de los vecinos de la casita de arriba le preguntaba cosas. Si a él me le pasa algo yo mato y como del muerto. Él es mi mascota. Decía mirando al niño como si no viera sus bracitos estirados. Por eso nos vinimos de Ibagué, las vecinas sin oficio se la pasaban jodiendo. Insistía. El niño lloraba mientras Áspero pasaba la cadena por el roto de la puerta que dejaba con candado.

Áspero y su mujer avanzaban como dos cuadras de distancia desde el patio de la casa hacia la carretera. El llanto sonaba cada vez más suave y Áspero aseguraba que en poco tiempo el niño se quedaría dormido. Que duerma… Ya está limpio y lleno. Afirmaba como si hablara de un hijo grande.

¿Porque lo deja amarrado? Le preguntaba Nadia viéndolos emprender el camino dejando al niño solo en esa casa tan grande. Porque así está más seguro. Se puede mover y cuando le dé sueño se sienta, dobla la cabeza y duerme. Ellos esperaban el campero a la orilla de la carretera. Cuando no pasaba rápido Línea Brava, se iban caminando carretera abajo hasta llegar a Boquerón. Sí Línea Brava no pasaba… Nadie pasaba. Antes de llegar a la tienda de don Elí donde quedaba el control de los buces, había un tanque recolector de agua limpia que bajaba del barranco. Ahí se lavaba de nuevo los pies la mujer de áspero. Se colocaba los zapatos de salir y escondía los viejos en el rastrojo al pie del tanque. Ellos seguían caminando por la calle destapada y el sonido de la música en los radios iba apagando los grillos y el zumbido del viento al entrar a la fila de casas. Los zapatos contra la superficie dejaban de hacer su rítmico chas… chas… chas…

Frente a la tienda de don Elí los esperaba la ruta 40 que venía desde el barrio la Gaviota. La ruta atravesaba toda la ciudad. La finca San Carlos, se quedaba sola, mucho tiempo. El dueño pasaba con cierta frecuencia a recoger el banano en una camioneta de platón. A veces se estacionaba cerca del broche de entrada a la finca; en el filo desde donde se veía Ibagué y cuajaba la leche que luego se encontraba en las tiendas convertida en queso. Cuando el dueño de la finca se dio cuenta de que el niño se quedaba solo en la casa, les pidió que se fueran.

Muy de vez en cuando, los niños de la casita de arriba corrían camino abajo. El corazón les palpitaba más rápido al acercarse para meter su cabeza por el espacio que quedaba entre la puerta y el marco de la habitación de los bananos. Se asomaban con todo el cuidado para no despertar al niño y salían corriendo de regreso a seguir arrancando azadonazos de montaña que amasaban con los pies. Debían producir el barro para fabricar los ladrillos que levantarían paredes y cajas de aguas negras o construir las estufas en las terrazas de los ricos.

Después de la insistencia del dueño de la finca, Áspero se llevó a su familia para la casa de la curva, a orilla de carretera. Esta permanecía cerrada. Sus puertas eran de color gris y se veía el mismo candado oxidado de siempre. Las pisadas de Áspero iban suavizando el rastrojo. Entraba por el lado derecho de la casa y desaparecía. Nunca abría las puertas. Se comentaba que en esa casa asustaban. El niño se escuchaba llorar. La gente hacia comentarios, pero ninguno lo había visto. Un día llegaron de forma sorpresiva varios funcionarios del bienestar familiar que lo encontraron dentro de una caneca. El pañal estaba tan mojado que le hacía mantener las piernitas muy abiertas. El tetero con el chupo roído y la tapa verde menta oscurecida quedaron en el fondo de la caneca. La camiseta blanca de la mujer que sostenía al niño en sus brazos, se veía más blanca. El no abría los ojos como si le picara la luz o como si no quisiera ver alejarse el fondo negro de la habitación.

Era media tarde y el brillo del sol sobre la carretera titilaba. Una patrulla de la policía y una camioneta blanca se alejaron llevándose el niño. Quedó el marco sin puerta que dejaba ver un fondo negro dentro de la casa. El viento estaba quieto. Mas al fondo los bultos de ropa sucia apretaban el espacio. Nada parecía dar muestras de la vida que habitaba esta casa. La puerta derribada simulaba una especie de puente que permitía dar dos o tres pasos hacia adentro. Los chiribicos pululaban en un colchón de resortes recostado en la pared derecha. Las pulgas avanzaban pierna arriba. Las otras esperaban el paso siguiente de quien caminara más adentro de la casa.

Por un momento se coló un poco de aire limpio que parecía devolverse por el olor picante que se sentía adentro. Se contraía el pecho de los que miraban. Ya sin el sonar de los motores encendidos de las camionetas, se escuchaba el canto de los pájaros y dolía el silencio de la gente. Todos se fueron alejando con la inquietante idea del regreso de Áspero.

A los pocos días se derrumbó la banca de la carretera, dos curvas más abajo de la casa donde vivía Áspero. Otra grieta se abrió hasta dejar sin vías a la pobre vereda Charcorrico

Cuando Nadia recordaba al niño sentía el deseo de ser maga para predecirle un futuro bonito o tener el poder de cambiar el entorno del parque Galarza donde trabajaban Áspero y su mujer para que llegaran allí solo a jugar con sus hijos.

Credito
Nubia Yanet Alvis Ariza

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