El coronavirus nos confinó y nos obligó a desarrollar las diferentes actividades relacionadas con el quehacer de la sociedad desde los hogares en compañía de la familia y en espacios improvisados como oficinas, dado que ningún apartamento o casa tiene dentro de su diseño arquitectónico un lugar previsto para atender las tareas y actividades que normalmente se desarrollan en las oficinas de las diferentes organizaciones empresariales.

Hay tantos casos de violación de derechos humanos, de desaparición de líderes sociales, de procesos de corrupción que no avanzan, de mandatarios elegidos por medio de compra de votos, testigos curiosamente envenenados con cianuro, altos funcionarios del Estado con vínculos cercanos a narcotraficantes, que uno se mueve entre la desesperanza, el miedo, la impotencia y la sensación de no futuro. Quiero comentar algunos casos.

En cada mujer que conocemos es posible identificar una historia donde la violencia o la desigualdad haya marcado su trasegar. Si bien, no todas le reconocen como tal, lo cierto es que a lo largo de nuestras vidas sufrimos violencias y nos encontramos inmersas en situaciones que menoscaban nuestros derechos a razón de nuestro género.

Ante la aparición de la pandemia, todos nos sentimos alarmados por el rompimiento abrupto de unas rutinas que, al pensar de muchos, se encaminaban al progreso, no importaba de quién o de qué, y la educación preparaba a la gente para que tuviera más: conocimientos, bienes y hasta poder.

Las crisis son muy útiles para despertar a la humanidad de su secular letargo. Y, en especial, para crear el sentido de urgencia, que es el primer motor del cambio, como nos lo enseñó el profesor de la escuela de negocios de la Universidad de Harvard John Kotter en su clásica obra Leading Change. Pues bien, la pandemia ha dejado al descubierto la debilidad de nuestra civilización frente a los desafíos que nos ha arrojado un microbio desconocido.

Son múltiples las expresiones que denotan machismo pero que su uso corriente las ha naturalizado y casi que pasa desapercibida la connotación que llevan.

La terrible guerra de los mil días que padeció Colombia entre los años 1899 y 1902, germen de la lucha fratricida que aún nos acosa, ha regresado a nuestra memoria, pero por un origen diferente al de aquel entonces, que era una confrontación local entre gamonales políticos.

Fue singularmente paradójico el que poco después de aprobada la reforma para que delitos sexuales y asesinatos de menores puedan ser sancionados hasta con cadena perpetua, se haya presentado la violación de la niña del pueblo Embera Katio por siete soldados.

Escribir esta columna es doloroso. Ratificar una vez más que somos una sociedad enferma es desesperanzador.

No terminaban de celebrar los promotores de la cadena perpetua su aprobación constitucional cuando varios soldados daban muestras de ineficacia de dicha amenaza, atentando contra la integridad de una niña indígena.