“El zaguán de las presencias”

Crédito: Suministrada - EL NUEVO DÍA
“Lo esencial es invisible a los ojos”, Antoine de Saint-Exupéry.
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(…) “Fuera de este trabajo (las enjalmas), yo briego a desenredarme, briego a sobrevivir mi vida, busco algo, porque yo tengo grandes capacidades para llegar a ser alguien en la vida” (…) Jorge Eliécer Arandia, ‘El Enjalmero’.

Qué gran lección de vida me deja este hombre de 77 años, enjalmero de oficio. Él aún tiene sus sueños intactos y espera un futuro mejor para su existencia. Pienso que, si todos aplicáramos esta máxima, jamás envejeceríamos.

Sentí que debía hablar de él porque lo he visto desde niña pasar por las esquinas del Líbano, con sus gabanes, sus pañoletas, sus pantalones de colores vivos, sus zapatos brillantes, derrochando su festiva elegancia. Siempre quise saber de quién se trataba. 

Sin embargo, es triste descubrir que él, al igual que muchos en mi pueblo, son presencias que pasan desapercibidas ante los ojos indiferentes de esta sociedad moderna, sumida en el afán loco del consumismo y la tecnología. Lastimosamente, cuando los invisibles se hacen visibles, son foco de burlas como le sucede a Jorge Eliécer, que es apodado despectivamente: “Locomía”. Él no es más que un incomprendido por sus coterráneos.

Buscan enojarlo para mofarse perversamente, sin entender que se trata de una persona enferma mentalmente, que no representa ningún peligro para ellos y que detrás de su ropa pintoresca, hay una valiosa historia de vida que ha gastado sus zapatos en el trasegar diario por el parque, por la avenida hasta el monumento, recogiendo el bullicio eterno y ensordecedor de una ciudad que lo arrincona. 

Y, mientras tanto, su existencia y la de otros seres que deambulan como fantasmas día a día las calles del pueblo, se extingue implacablemente, llevándose parte de lo que somos como libanenses: nuestra singular idiosincrasia, nuestra identidad y nuestra memoria.  Ellos tienen mucho que contarnos: son herencia cultural de nuestra tierra.

Habíamos quedado de vernos en el parque a las 3 p.m. pero no apareció, decidí ir a su encuentro. Su hermana Martha me dice que él recordaba nuestra cita pactada la noche anterior, pero que debía entregar su trabajo ese día y por ello me había incumplido.

Cuando llegué a su humilde vivienda ubicada en la carrera 15 entre calles 6ª y 7ª, Jorge Eliécer se encontraba en el andén de su casa, en ropa de trabajo, sentado en un pequeño taburete y enfrente de su rústico telar, el cual apoya a la pared del hogar y que le sirve como única herramienta de trabajo para enredar certeramente la fibra con que urde sus enjalmas. 

Estas van apareciendo milagrosamente en su telar a través del movimiento preciso de sus viejas manos de artesano, que apuntalan rítmicamente una regleta de madera que hace de bastón de arrastre para aprisionar el tejido y dejarlo con la firmeza requerida. 

Es un placer verlo trabajar con tanta maestría, pero es duro saber que, por este valioso trabajo, que además está en vía de extinción, y que le ocupa todo un día de labor, solamente recibe unos cuantos pesos.

Aparte de las enjalmas, Jorge Eliécer sabe otros oficios: es ebanista, tapicero, peluquero, colchonero y fue jornalero, conoce del cultivo de la papa; dice que cuando joven trabajó en la hacienda de los Jaramillo en Quebrada Negra: (en esa época) “de tres o cuatro matas llenábamos canastos grandes”.

Anclado en la juventud

El Enjalmero nació en Murillo en el año 1942, vive con su madre de 97 años, su hermana Martha, que pasa temporadas allí para cuidar a la anciana y su hermano Hugo, quien es famoso por fabricar deliciosas lechonas. 

Este hermano se ha encargado por mucho tiempo de la economía de la casa, ha estado siempre al lado de su familia. Jorge Eliécer vivió su infancia y parte de su juventud en Murillo, fue un hombre normal hasta la edad de 30 años, más o menos, tuvo dos mujeres con las que sostuvo relaciones estables, sin hijos, cayó enfermo y fue diagnosticado como demente por los médicos de la época.

Su familia dice que no saben a raíz de que se le presentó esta patología, creen que se debió tal vez a alguna disfuncionalidad que traía en su organismo desde niño, pero esto no fue impedimento para que hubiese podido desempeñarse en la vida, buscándose su sustento con todos los oficios que aprendió. Alcanzó a ir a la escuela unos cuantos años y aprendió a leer y a escribir.

Lo hermoso es que su familia jamás lo abandonó, lo han cuidado siempre y lo aman en la diferencia.

Martha, la hermana, me cuenta, que recién enfermó, se desapareció un día y era porque había emprendido un viaje a pie hasta Manizales, que cuando llegó, la Policía lo subió a un camión y él se lanzó y se les escapó y emprendió su regreso al Líbano. Dice que es alegre, divertido, no es agresivo y que sabe dibujar muy bonito. 

Tiene su pieza al fondo de la casa donde guarda su ropa, que cuida especialmente y con la cual lo vemos aparecer en el parque, marcando su originalidad.

Es como si se hubiese quedado anclado en la época de su juventud porque, según su familia, así le gustaba vestirse cuando era muchacho y estaba en sus cinco sentidos. En nuestra charla sale el tema de Mary Luz González, la mujer con la que dice Jorge tener un hijo de unos doce años aproximadamente, él me cuenta que efectivamente, ella es su esposa y que realmente el niño es de él: “Ella es mi esposa, nos ampara una ley de la Fiscalía”… pero su familia me confirma que simplemente se trata de una historia que la muchacha le hizo creer y él se la tomó por verdadera. 

De todas maneras, es divertido escucharlo; cada vez que trato de escudriñar en su vida, me dice: “señorita, vaya a la Fiscalía o al hospital, que allá le dicen cuál es la realidad de mi vida, el hombre que realmente soy: va y mira y pregunta por la vida de este muchacho, Jorge Arandia, y dice allá: muéstreme órganos, sentidos”.

Por momentos cobra coherencia la charla y razona en forma sabia; dice que es un solitario porque no tiene nada que conversar: “Cuando una persona le sirve a uno para trabajar, para luchar, para sembrar, para una enfermedad; se trata de una amistad importante”. 

Es congruente también, cuando habla de política: “A la política no la ha desenredado nadie en la vida.

La política es de grandes familias en estas provincias… de gente de la alta sociedad, para los pobres no hay nada”.

En fin, la experiencia vivida al acercarme a este hermoso ser humano, fue maravillosa.

Aprendí, como en el Principito, que hay que ver con el corazón para encontrar la esencia de la humildad y la sencillez del alma, para que la palabra aflore diáfana, desde el amor por el otro.

Aprendí que debo inclinarme cada vez más ante la belleza de mis presencias anónimas, porque son ellas realmente las que se merecen toda nuestra consideración, admiración y respeto.

Credito
LUCÍA ESPERANZA SÁNCHEZ ARANGO

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