Para el otro lado del mundo (IV)

Estoy en Singapur. Son las tres de la tarde y mi vuelo a ese lugar tenebroso sale mañana a las 9 de la mañana. Como sabe, no tengo un peso, así que decido pasar la noche en el aeropuerto.

No soy el único, el aeropuerto parece un albergue. Viajeros de todo el mundo, con caras cansadas, pero expectantes y emocionadas, esperando su vuelo que los llevará a casi cualquier rincón del mundo, se arruman en las pequeñas sillas para poder conciliar un poco de sueño. Yo tengo suerte y consigo toda una banca para mí. No dormí nada bien, con mucho frío y paranoia. Estaba muy cansado y bastante ansioso sobre el nuevo país que iría a conocer. Myanmar, Burma, Birmania o como lo quieran llamar.

Desde la fila para chequearse en el avión, la gente me empezó a hablar. Los burmeses son gente que han vivido bajo un sistema supremamente autoritario durante muchos años, aislados del mundo. Por lo tanto, verme, claramente extranjero entre ellos, les asombra y todos quieren saber de dónde soy, por qué voy a Myanmar, y por cuánto tiempo.

Sin embargo, llegar al aeropuerto de Yangon fue caótico. No tenía hotel, ni sabía cual era la mejor zona para quedarse. La gente gritaba desde afuera cantos irreconocibles, mis pupilas estaban totalmente dilatadas, mi olfato exageradamente detallista. Me sentía como un niño perdido en un burdel.

El choque cultural que experimenté en Myanmar por los siguientes tres casi cuatro días jamás lo había sentido y jamás olvidaré lo que sentí. Todo de Myanmar en esos tres casi cuatro días me atropelló hasta dejarme sin aliento. Su olor a pescado seco, verduras podridas, alcantarillado, curry y hollín; su sonido a escupitajos de detel, risas escandalosas, tráfico incontrolable; su pobreza, la calidez de la gente y sus dientes rojos con tintes negros; su belleza.


Estaba perdido. Esperaba un remanso de paz sin las intoxicaciones de occidente. Me encontré con que soy yo el que está intoxicado por él y por lo tanto, alejarme así de su cobertura me paralizó. Creo que es Yangón la culpable de mi malestar general y decido ir a Mandalay, segunda ciudad más grande de Myanmar, al norte de Yangón. Un bus nocturno que dura 11 horas en llegar.


Perfecto. ¿Perfecto? Llegué con el estómago en la mano. El hard rock burmés y chino a todo volumen sólo se vio interrumpido para transmitir la famosa telenovela del momento, también a todo volumen. Mi compañera de silla durmió sobre mi hombro 13 de las 11 horas. Si en Colombia soy un poco más alto del promedio nacional y encuentro dificultades con los espacios de los asientos en los sistemas de transporte, en Myanmar soy por lo menos el doble.


Llegar a Mandalay no surtió muy buen efecto. Es aún más sucia que Yangón, su gente aún más aislada, y sus costumbres tan arraigadas que encuentro muy complicado entender que estoy en el país vecino del gigante tailandés. Sin embargo, desde que me alejo de las grandes ciudades para perderme un poco en el campo burmés, todo este choque cultural se empieza a disolver en el aire y me encuentro con toda la belleza de este país olvidado por muchos, odiado por tantos, conocido por pocos.


Siempre orgullosos de su cultura ancestral, el pueblo de Myanmar ha vivido, generalmente, en una constante lucha día a día por sus condiciones de extrema pobreza, aislamiento y corrupción. Que la electricidad se vaya la mayor parte del día es parte de su vida y hablar de esos problemas, así como de eventos más positivos como los festivales o la familia, vienen cargados de una considerable dosis de “Bamahsan chin” (más o menos como la colombianada burmesa). Esto, influenciado por el budismo, ha creado una personalidad colectiva que favorece la amabilidad, docilidad y una sutileza en cuando a la confrontación y enfrentamientos.


Así te vas dando cuenta de cómo son de dulces las personas burmeses. Todos quieren hablarte, mostrarte su casa, invitarte a una taza de té, aconsejarte, practicar su inglés, decirte adónde ir, demostrarte por qué fue una buena decisión ir a Myanmar, mimarte, hacerte desear volver incontables veces. Todos con una gran sonrisa en su cara, como si su gobierno no los estuviera exterminando, explotando, creando ciudades que cuestan más de lo que sus cabezas puedan imaginar, sólo para que ese gobierno militar, nepotista, corrupto y opresor pueda estar tranquilo de un posible ataque alienígena y después subir el precio de la gasolina en un 500 por ciento para financiar su déficit fiscal por una desfachatez semejante. Es ahí, en ese punto, cuando te das cuenta de que no es que sean bobos, brutos o salvajes. Simplemente se esmeran por ver siempre lo bueno de la vida. Lo bonita que es. Que sí, podemos estar siendo pisoteados por unos, maltratados y engañados por otros, pero ¿Sirve de algo quejarse, quejarse y volverse a quejar?


A las dos semanas en Myanmar, cuando ya las montadas en bus por incontables horas no representaban en mí un problema, la comida la amaba, y todo a mi alrededor era especial, llegué a Bagan. Si no hubiera sido por lo costoso en comparación con los otros lugares y dado el caso que estaba viajando con un presupuesto más bien corto, me hubiera quedado en Bagan por el resto de mi viaje.


Bagan es una llanura de 26 millas cuadradas que alberga más de cuatro mil templos que datan de siglos atrás. Se codea fuertemente con Angkor Wat por su arrolladora presencia y espectáculo. Pero me quedo con Bagan, pues no tiene los cuatro millones de turistas sino unos escasos 300 mil, lo que hace que sea un lugar para ti.


La visita a Bagan es por pequeños caminos destapados. Unos a pie, otros en carroza y en bicicleta. Hay unos templos mucho más famosos que atraen a la gran proporción de turistas y vendedores. Sin embargo, es tan grande que encontrar un espacio sólo para ti, bajo ese cielo azul, pastos amarillos, árboles secos, tierra roja y templos terracota es muy fácil, y no crees posible que estés allí, bajo ese árbol, leyendo tu libro por horas, sin encontrar un alma.


Pero tuve que seguir y fui a las montañas. Una parada de una noche en Kalaw, un pueblo en la cima de una montaña, muy frío, lleno de mochileros, para luego seguir a el lago Inle, se convirtió en cuatro noches. Es la capital del montañismo. Desde aquí se emprenden caminatas que pueden durar hasta cinco días, serpenteando las curvosas colinas sembradas de sésamo, pintadas con veredas de casas azules y monjes con trajes rojos vinotinto.


El Lago Inle es mi última parada. Dos meses por Asia se fueron tan rápido como llegaron. Aquí, el último día antes de volar a Bangkok y seguidamente a Colombia, después de haber montado bicicleta por los alrededores del lago, y ver el amanecer desde una lancha, viendo recoger los cultivos de tomate sembrados en cultivos flotantes, me doy cuenta de que todos esos temores que por momentos me llegaron a pensar en desistir de mi viaje o darme por vencido, eran sólo mecanismos propios de sabotaje para no permitirme lograr mi objetivo.


Hoy, agradezco absolutamente todas las experiencias que sobrellevé. Desde la estafa, el ataque de las contorsionistas y mi romance fallido. Todas y cada una de ellas aportaron a que mi viaje se viera nutrido de experiencias fabulosas para saber quién soy y de qué estoy hecho. Le temía enormemente a la soledad, pero aprendí que todos estamos solos, incluso nos sentimos solos cuando estamos acompañados. No se trata de negar la soledad, se trata de compartirla.


Así que te invito a enfrentar tus miedos y temores, son ellos los que te limitan de experimentar como debes. Pregúntate ¿A qué temes?

Credito
JUAN MANUEL GARCÉS Especial para EL NUEVO DÍA

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