La reforma del Estado

Alfonso Gómez Méndez

Cuando teníamos auténticos partidos políticos y los políticos hacían política, la agenda la integraban los grandes temas sobre el manejo de la sociedad y el Estado. Claro ejemplo de ello, el discurso pronunciado por Carlos Lleras el 27 de noviembre de 1965 al aceptar la candidatura presidencial del liberalismo, en el que anunció su gran propuesta de cambio y modernización del Estado, plasmada luego en la Reforma Constitucional de 1968, que de paso marcó el regreso del MRL de López Michelsen al liberalismo oficial.
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Se esperaba que la Constituyente hiciera la “gran reforma política para la Nación”. Pero no fue así. Ha sido exitosa en su parte dogmática, en lo relativo a la carta de derechos –no siempre cumplida– pero no en cuanto a la organización del Estado. Su apuesta por acabar el bipartidismo –impulsada en especial por Álvaro Gómez y Antonio Navarro– en la práctica terminó con la desaparición de los partidos políticos.

La revocatoria del mandato de los congresistas elegidos por 8.000.000 de votos –en una asamblea elegida apenas por 3.000.000– no purificó la política según lo demuestran escándalos como el del 8.000, la parapolítica y otras situaciones protagonizadas por parlamentarios elegidos tras la “renovación”. No se han aplicado figuras como la extinción de dominio de bienes adquiridos por enriquecimiento ilícito, corrupción o conductas “contrarias a la moral social”. Ni ha prosperado la moción de censura, propia de regímenes parlamentarios y en el fondo inaplicable en uno presidencial como el nuestro, sin separación real de poderes por los nexos clientelistas con el Ejecutivo. Si se mantiene, hay que darle dientes. O eliminarla, avanzando hacia un claro régimen parlamentario. La persuasión ha sido reemplazada por la seducción burocrática. Desaparecieron los grandes debates de control político. Hoy, por la excesiva reglamentación, nadie imaginaría que Gaitán, Laureano Gómez o Silvio Villegas pudieran hacer debates con intervenciones de diez o cinco minutos. Como diría Arturo Abella, “don dinero” sigue siendo el gran señor en las elecciones. Sí se han dado avances importantes, como el estatuto de la oposición, pero más como resultado de los acuerdos de Paz que por otras razones.

El presidencialismo sigue siendo excesivo como en 1886, salvo por la elección popular de Alcaldes y Gobernadores. Además, la reelección inmediata, aprobada violando el espíritu de la Carta del 91, desbarajustó los poderes.

La Rama Judicial tampoco salió bien librada en la Constituyente. La proliferación de altas Cortes y el periodo de los magistrados no han mejorado la administración de justicia. Ni menos haber introducido el bicho de la política clientelista por la vía de funciones electorales. Y ni qué decir del Consejo Superior de la Judicatura, que pese a las críticas que siempre generó tiene las siete vidas del gato.

Del 91 a hoy se han hecho varias modificaciones pomposamente llamadas “reformas políticas”. Pero la de fondo está por hacerse. Y como es probable que no se logre en este Gobierno, debiera ser tema preferente de la campaña presidencial que arranca con el nuevo año.

Loable la iniciativa, en la dirección correcta, del parlamentario de Cambio Radical Daniel López: la lista cerrada con democracia interna en los partidos –para evitar el bolígrafo y la dictadura de los avales– puede llevar a su necesario resurgimiento. El congresista ha dicho que no busca crear nuevas curules sino ampliar representación, lo que se lograría eliminando la perniciosa circunscripción nacional para el Senado, volviéndolo regional. Urge un control efectivo y no formal sobre la entrada de dinero a las campañas, germen de la corrupción política y administrativa. También rediseñar integralmente los llamados organismos de control y centrar el papel de la Fiscalía en asegurar la comparecencia de los acusados ante los jueces. Y quiero insistir en la idea de una pequeña constituyente para tres fines a nivel de las altas cortes: la paridad de género, romper los nexos con el poder político vía nombramientos y establecer un mecanismo –que no sea el del Congreso– para instituir sus responsabilidades penales, disciplinarias y políticas.

ALFONSO GÓMEZ MÉNDEZ

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