Moción de censura y vicepresidencia

Alfonso Gómez Méndez

Como expresión del presidencialismo absoluto, una especie de monarquía que ha predominado en nuestro derecho público, el jefe del Estado siempre ha tenido la facultad omnímoda de nombrar y remover a sus ministros sin necesidad de dar explicación. Pero en tres ocasiones ha existido una especie de limitación al ejercicio de esa facultad.
PUBLICIDAD

En la Constitución radical de 1863 –de cuya expedición en Rionegro se cumplirán 160 años el próximo 8 de mayo– se estableció que el Senado debía aprobar el nombramiento de ministros y embajadores, lo que creó fricciones entre los presidentes y el Congreso.

Durante el Frente Nacional, por la antidemocrática institución de la paridad, el presidente solo podía nombrar ministros liberales y conservadores. En la Constitución de 1991 se introdujo el extraño injerto del régimen parlamentario de la moción de censura contra los ministros que, cuando es aprobada, obliga al presidente a retirar al funcionario censurado.

En treinta y dos años no se ha aplicado, y no propiamente por falta de motivos. Hoy en día es una figura totalmente inútil ya que vía clientelismo –cuando las ponencias parlamentarias se hacen en los despachos ministeriales o en la Casa de Nariño– no hay real separación de poderes. Ningún presidente se deja ‘tumbar’ un ministro, para lo cual utiliza toda la fuerza disuasiva de la burocracia.

Se equivocan los partidos de oposición, antes y ahora, planteando mociones de censura en el régimen presidencial; de antemano se sabe que no prosperan, y al contrario terminan ‘atornillando’ más a su silla al ministro cuestionado. Sin moción de censura caían ministros cuando en su contra se hacían debates parlamentarios serios y documentados.

La Constitución, antes que atenuar el presidencialismo, lo acentuó. Hoy el presidente sigue siendo eje de la política. Además de las facultades nominadoras tradicionales, interviene en algunos nombramientos del poder judicial, participa en la elección de procurador y fiscal, en el de algunos magistrados de la Sala Administrativa del Consejo de la Judicatura y de la Corte Constitucional y de miembros de la Junta Directiva del Banco de la República. Por eso en la práctica el día de la elección presidencial se decide casi todo el poder en Colombia.

Tampoco fue afortunado –en cuanto al ejecutivo– revivir, en la forma en que lo hizo, la figura de la vicepresidencia. Antes existía el designado, elegido cada dos años por el Congreso, que no tenía cargo, ni funciones, ni sueldo, ni casa ‘vicepresidencial’. Era un ciudadano común –que no volaba mucho– cuya única misión era reemplazar al presidente en sus faltas temporales o absolutas. En broma solía decirse que su único oficio era llamar todos los días a Palacio a preguntar por la salud del presidente.

Varias personas, de esas que no tenían carro oficial ni casa privada, ejercieron la presidencia en su condición de designados. Sin incluir a los que lo fueron por días o semanas, tres figuras estelares de la política colombiana fungieron por periodos más o menos largos como presidentes en esa condición.

En 1943, cuando el presidente titular López Pumarejo pidió una licencia por enfermedad de su esposa, ejerció la presidencia por ocho meses Darío Echandía, reconocida conciencia jurídica y moral del país. Cuando López Pumarejo renunció a la presidencia, la ejerció por un año, en condición de designado, Alberto Lleras Camargo, por primera vez, a los 39 años. Y cuando por razones de salud el presidente Laureano Gómez se apartó del ejercicio del cargo, el designado, Urdaneta Arbeláez, –de ingrata recordación para los liberales– ejerció la presidencia entre 1951 y el 13 de junio del 53, día del golpe de Estado de Rojas.

Es decir, sin sobresaltos, la figura funcionó más o menos bien entre 1910 y 1990. En el 91 aún cuando se dijo, como es natural, que la vicepresidencia es una expectativa y no un cargo, se permitió que los presidentes le dieran cargos de ministros o embajadores, entre otros, al vicepresidente y de ahí la confusión.

Entre las tantas reformas pendientes a la estructura del Estado estarían las de acabar con la farsa de la moción de censura y volver a la designatura para evitarle problemas a la Fuerza Aérea.

 

Alfonso Gómez Méndez

Comentarios