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Los habitantes del caserío siempre atendían al llamado del Comité Infantil de Cultura para subir a limpiar las ruinas de El Sapo, cuna de la Expedición Botánica. Un buen día el comité resolvió organizar una fiesta para agradecer la colaboración de la comunidad. La alcaldía no dio el permiso y la policía no ofreció vigilancia.
Sin solicitarlo la guerrilla ofreció seguridad. Como la gente pedía que la banda musical se instalara en el lote vecino de la casa del amigo en buen retiro, los chinches me pusieron la misión de convencer al lector para que no se molestara y la respuesta fue clara: si la gente va a estar contenta, háganle y les ayudo con guarilaque. Pasada la fiesta nos sentamos a comadrear.
Era de esa vereda y uno de los más ricos del municipio, pero con la llegada de la violencia vendió sus propiedades y a cada hijo le dio su parte.
Dejé para mí el ranchito y el lotecito, menos de media hectárea. Le advertí a los hijos que las visitas eran de día , que no había espacio para otra cuja y que nada de televisor o radio, que iba a quemar los últimos cartuchos dedicándose a hacer lo que siempre había querido: leer.
Después de dos semanas volví al caserío y pasé a saludarlo. Cuando me contó que había estado en España le pregunté si era una hacienda cercana y me aseguro que no, que en la tierra de los que nos robaron el oro y nos trajeron los dioses. Sus relatos detallados sobre sitios, especialmente museos de Madrid y Barcelona, daban testimonio de su visita, sin abandonar el ranchito.
Motivo más que suficiente para recordar la importancia de la lectura, algo de lo que fui testigo con prisioneros de Gorgona, las cárceles de Bucaramanga, Cali, Picaleña y la Universidad de la Decima, hoy Panóptico para robar plata del Estado. No es que agradezca la acuartelada pero vale la pena pensar en la importancia de la lectura.
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