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Juan Carlos Aguiar

En Latinoamérica se puede encontrar un presidente que dice ser perseguido por una prensa que, según él, es capaz de inventarle cualquier tipo de escándalo solo por perjudicarlo; o el que no acepta resultados cuando pierde en las urnas; otro más que tiene a sus hijos cogobernando junto a él, como si la presidencia fuera una especie de sucesión al trono.
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También hay mandatarios que han buscado perpetuarse en el poder creyendo ser los ‘mesías’, de naciones afligidas por los demonios que se oponen a sus sueños de salvadores; o, los que prefieren no mostrar sus declaraciones de impuestos porque creen que están por encima del bien y del mal. Las obligaciones éticas y morales que rigen a los demás no son para ellos. Jefes de Estado con negocios aquí y allá, convencidos de que son más avispados que los mortales que los eligieron —inteligentes pensarán ellos—; los mismos que han elegido a los jueces que los pueden salvar más adelante. Crecí conocedor de esta deprimente realidad.

Y mientras miraba los noticieros de televisión o los titulares de periódicos, sentía envidia de la gran nación al norte del Río Grande. Estados Unidos, ese país todo poderoso pionero de la democracia como la plantea el mundo moderno, respetuoso de instituciones y tradiciones. Una nación en la que su madurez política se veía reflejada en sus mandatarios de turno y la forma en que, al terminar sus períodos de gobierno, se retiraban para ser consultados exclusivamente en casos de extrema gravedad, convirtiéndolos en oráculos poseedores de la experiencia necesaria para superar cualquier dificultad que viviera el mundo, y que amenazara la incomparable tranquilidad que disfrutaba la nación del Tío Sam. Eso, ha sido parte del sueño americano.

Fenómenos políticos que en Latinoamérica se han vivido con apellidos como Chávez, Maduro, Correa, Ortega, Morales, Peña, Salinas, Uribe, Duque, Kirchner, da Silva, Bolsonaro, por mencionar unos pocos de una lista bastante larga, llegaron a Estados Unidos de la mano del más antipolítico que hubiera aspirado a la Casa Blanca: el magnate inmobiliario Donald J. Trump.

En 2016 ganó apalancado en un discurso nacionalista, racista y xenófobo, que encontró en el miedo, de millones de estadounidenses blancos anglosajones, los oídos perfectos para dibujar un escenario catastrófico. Hoy, cuando lleva casi cuatro años ostentando un poder que no quiere soltar, nadie hubiera imaginado hasta dónde llegaría Estados Unidos bajo su mandato. La historia será responsable de definir si el presidente Trump será un integrante más de ese desafortunado club de gobernantes que ajustaron las sillas presidenciales a sus más terrenales aspiraciones, olvidando el mandato divino que les otorgó el pueblo para construir un mejor país.

Han pasado más de 10 días desde que terminaron las votaciones, más de 7 desde que las matemáticas dieron vencedor a Joe Biden, y todavía Donald Trump se aferra a la presidencia sin conceder la victoria, como es tradición en Estados Unidos. Ha demandado y vuelto a demandar sin que se conozcan las pruebas, mientras, por el contrario, autoridades de diversos estados, republicanas y demócratas, dicen que no hubo irregularidades y que las elecciones de 2020 han sido las más seguras de la historia.

Para que no queden dudas de esta innegable realidad, hay una cifra que puede ser considerada una gran coincidencia. Joe Biden ganó con 306 delegados electorales —de 270 que necesitaba—, el mismo número que obtuvo Trump en 2016. No hay duda de que Biden ganó, como tampoco la hay de que el miedo que eligió a Donald Trump sigue en el ambiente, lo demuestran los 70 millones de votos que recibió en esta oportunidad.

JUAN CARLOS AGUIAR

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