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De igual manera, se glorifican de forma casi exultante, los genocidios y depredaciones que los íberos conquistadores realizaron en suelo americano, y por doquier se han levantado monumentos que honran a Hernán Cortés, a Pizarro, a López de Galarza y a tantos otros, al punto que hoy fungen como paradigmas para nuestra juventud, pese a no tener mérito distinto de haber desbrozado la selva y diezmado las tribus raizales, movidos por la codicia y el desmesurado afán de lucro.
Y ni que decir de nuestra vida republicana salpicada de traiciones, atentados, arteros crímenes y guerras de todos los tamaños y para todos los gustos, en las que cada gamonal se erigía en coronel o general y cada peonada en ejército, estimulados por el ocio y para combatir la opinión ajena que tanto les mortificaba porque ponía en evidencia sus errores.
La misma iglesia o las logias masónicas, las asociaciones profesionales y hasta los colegios y universidades, en los albores republicanos y en momentos más recientes de nuestra historia no lograron escapar al fanatismo y a la militancia combativa contra las ideas contrarias, convirtiendo en “bueno” al correligionario o estigmatizando como “malo” al contrario.
Al punto que del fanatismo y la violencia nadie ha podido estar a salvo, incluso nuestro actual primer mandatario enrolado antaño en un grupo guerrillero y hoy con un falaz discurso no exento de agresividad, pues de una forma u otra todos hemos caído en ellos, encontrando siempre razones para justificarlos: “viendo la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio”.
No obstante, momentos ha habido en la historia que, ante la saturación de barbarie hemos sabido y podido pactar pausas a la agresión, el odio y el combate y altos al daño colectivo causado: “la llamada paz de Wisconsin”, “el Frente Nacional”, “los acuerdos de desmovilización con el M-19” y la más reciente con las Farc, son ejemplos de ello.
Lo cual nos ha permitido ver, -así haya sido por breves espacios de tiempo-, que la pacífica coexistencia y la fraternidad entre nosotros sí son posibles; que sí tenemos potencialidades para lo positivo y que hay un país de gentes buenas que no han sido totalmente permeadas por el resentimiento y el rencor, con las cuales se puede contar para reconstruir lo arrasado.
Son aquellas que aún luchan honestamente por la diaria subsistencia, que no renuncian a ver la patria en paz y no se dejan tentar por el fácil enriquecimiento que les ofrecen el narcotráfico y la corrupción; que aún se rebelan contra su influencia y la del sectarismo en el congreso, en el gobierno y la justicia, y creen, a pesar de lo afectada como está la patria, que esta puede y debe mejorarse, y que aún sueñan y ríen y quieren seguirlo haciendo, y aspiran a que sus hijos y los hijos de sus hijos también lo hagan.
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