Las muchachas del campo

El caso de Amalia, la mujer de Anzoátegui esclavizada desde muy niña y a quien la Corte Constitucional tuteló en sus derechos fundamentales, es dramático, descarnado y doloroso, pero si hemos de ser sinceros no es una excepción, hasta no hace mucho esa fue una práctica común en varias regiones del país. Quizás me equivoco y la inflexión verbal exacta no sea fue sino es. Ojalá no.

El caso de Amalia, la mujer de Anzoátegui esclavizada desde muy niña y a quien la Corte Constitucional tuteló en sus derechos fundamentales, es dramático, descarnado y doloroso, pero si hemos de ser sinceros no es una excepción, hasta no hace mucho esa fue una práctica común en varias regiones del país. Quizás me equivoco y la inflexión verbal exacta no sea fue sino es. Ojalá no. Quiera Dios que sea una etapa superada.

Ir a buscar la empleada doméstica al campo era el uso en los pueblos, se les prefería por su inocencia. Las de los pueblos tenían ‘mañas’ o ‘resabios’. Las del campo trabajaban de sol a sol siete días a la semana, por la comida y la dormida, y uno que otro estipendio de ‘buena voluntad’ que jamás constituía salario. Vivían en la misma casa y su jornada terminaba muchas veces a las once de la noche, según se requiriera. Cualquier persona que tenga menos de 40 años lo puede recordar si nació en una ciudad intermedia o en un municipio pequeño. En los pueblos casi todo el mundo tenía compadres o amigos en el campo a quienes encargaban las ‘muchachas’. A éstas se las llevaban de la vereda al pueblo, en donde había luz, televisión y colegios, y no regresaban más nunca. Allí trabajaban como verdaderas esclavas. Era tanta la explotación que muchas terminaban ‘volándose’, pasaban de ‘ingratas’ que no sabían valorar la ‘oportunidad’ y el ‘buen trato’. Por esto las afirmaciones de Mónica Sánchez en la carta a sus padres me suenan veraces.

El ‘buen trato’ a veces corría a cargo del ‘señor’ o de los señoritos de la casa, que tras sus arrebatos hormonales terminaban la noche en su lecho. Si quedaban embarazadas las echaban a la calle por ‘vagabundas’ y ‘taimadas’, así eran las cosas, ellas eran las culpables, a decir de las señoras, así comenzaban a rodar por el mundo porque volver al hogar paterno resultaba imposible, un deshonor. Era triste el destino de esas muchachas. Las que más suerte tenían terminaban en las parroquias, una especie de sucursales del cielo en la tierra, con vino de consagrar y buena comida. Esas muchachas llenaron de ‘sobrinos’ a varios sacerdotes. ¿Que cuánto les pagaban? Pero cómo, si estaban sirviendo a Dios. De eso nada. Suficiente con estar al lado de quienes nuestros campesinos consideraban casi santos. Las muchachas del campo, no tenían salario, ni vacaciones, ni cesantías, ni seguridad social. Algunas heredaban los chiros viejos de señoras o hijas de familia.

Para qué engañarnos. El capitán Vitaliano Sánchez y su mujer, Eunice de Sánchez, puede que hayan sido más crueles que muchos, sí, pero la explotación, el maltrato y el abuso sexual eran casi la regla en esa Colombia feudal en donde perduraba incluso el esclavismo. Pero mucho me temo que todavía en ciertas zonas las hijas de la miseria y la pobreza tengan trato de esclavas. Puede que estas prácticas hayan desaparecido de los principales centros urbanos, pero no creo que de la Colombia profunda, no en algunos municipios de las costas o del sur. El país real no es el que reflejan las revistas bogotanas, henchidas de boato y lujuria, por eso la sentencia 1078/12 de la Corte Constitucional debería ser de obligada lectura en los colegios y, sobre todo, en las facultades de derecho, a ver si formamos personas y jueces con amplitud de miras, y no indolentes y cuadriculados como los que habían negado la tutela, con rancios criterios de interpretación de las leyes.

Esta es la tercera o cuarta vez que lo digo pero no me importa, los derechos humanos son la única causa que vale la pena abrazar sin reservas. A ver si damos una segunda oportunidad a las muchachas del campo.

Credito
GUILLERMO PÉREZ FLÓREZ

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