Aquellos diciembres

No comparto el criterio de quienes afirman que todo tiempo pasado fue mejor. Hay demasiada nostalgia y poca objetividad en ello; tampoco creo que vivimos ahora la época más envidiable de todas.

No comparto el criterio de quienes afirman que todo tiempo pasado fue mejor. Hay demasiada nostalgia y poca objetividad en  ello; tampoco creo que vivimos ahora la época más envidiable de todas. 

Encuentro suficientes razones para declararme escéptico del presente y crítico del pasado. No quiere decir que ya no experimente cierto regocijo con la llegada del fin del año, tal vez me quedó esa costumbre engarzada en los recuerdos y aun persiste amparada en el deseo de renovación y expectativa que suscita el cambio de calendario. 

Diciembre casi siempre aparece en mi memoria como ese espacio de tiempo en que la amistad florecía engalanada de música por entre los intersticios de las paredes que colindaban con mi casa. 

Es la sonrisa de una chiquilla de trenzas negras de la cual siempre estaba prendado aunque no me determinara. Es también la algarabía de mis vecinos recorriendo las peñas húmedas del Cañón del Combeima para arrancarle la capa de musgo, cercenar arbustos, pencas, arrancar los cabellos de ángel de las ramas de los árboles y cuanta parásita pudiera servirnos para construir la maqueta híbrida de un pueblo que siempre tenía un buey, una mula, imágenes hieráticas, y por supuesto, un nevado, un lago y una carretera con dos o tres desvencijados vehículos.

La imagen de mi padre soltando temerariamente los voladores que se incrustaban en la noche y retumbaban por horas en los oídos, hace parte de esos fragmentos de la memoria que rescato a veces, junto con la diligencia de mi madre para ofrecer bebidas o galletas a los asistentes a la novena y enseñarnos con el ejemplo el significado de compartir solidariamente. 

Aquellos diciembres, sembrados de ingenuidad y pólvora, abonados con el calor familiar, aparecen hoy desdibujados, desprovistos de las esencias que se perdieron en el camino. 

Ahora las luces multicolores tratan de  avasallar el paisaje. Millones de bombillos titilan en las urbes y estas se disfrazan para asistir a las ferias de la simulación y el compromiso. 

Los centros comerciales se atiborran de compradores compulsivos y los regalos tazan la intensidad de la amistad, mientras la publicidad escala las cimas de sus realizaciones y nos convierte en prisioneros de marcas y lugares. 

El consumismo aflora con todo su ramaje, eclipsa el horizonte y solo tenemos la obsesión de poder regalarle a la persona de nuestros afectos un blackberry, no importa que la perdamos como contertulia, o tal vez el último modelo del televisor que la atrapará en las redes de la violencia y las trivialidades. 

Definitivamente aquellos diciembres nos convirtieron en depredadores de una naturaleza que aun no se repone de nuestros actos y los diciembres del presente nos contagian esa terrible enfermedad del consumismo.

Credito
LIBARDO VARGAS CELEMIN Profesor Titular UT

Comentarios