Pastel para cien

Crédito: Ilustración de Mista ViltekaEste trabajo hace parte del libro-objeto Saltos al vacío, del laboratorio creativo Peces fuera del agua.
Este trabajo hace parte del libro-objeto Saltos al vacío, del laboratorio creativo Peces fuera del agua. Compra tu ejemplar en la Librería Pérgamo de Ibagué o en www.pecesfueradelagua.com.
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Ahora mi hermano es un hombre alto, altísimo, fuerte y guapo. Es un geek, un programador que está aprendiendo sobre minado de bitcoin. De niño, sin embargo, era bajitico, flaquísimo, usaba de esas gafas culo de botella que le hacían ver los ojos más grandes de lo normal y tenía peinado de hongo. Su pelo era como una totuma de oro, pero volteada. El niño de la tusta dorada, le decía mi papá.

De niño, mi hermano quería jugar los mismos deportes que sus amigos: básquet, fútbol, voleibol, tenis… pero como había sido diagnosticado con astigmatismo, le quedaba difícil atrapar la pelota, independientemente de su tamaño o peso; incluso le costaba hacer cosas más fáciles, como cruzar una puerta.

Un día después de cenar, mi mamá le pidió que recogiera la vajilla del comedor y la llevara a la cocina. Con sus bracitos cogió los pocillos, los platos y los cubiertos. Mi mamá y yo, todavía sentadas en la mesa, lo vimos caminar inseguro hacia la puerta de la cocina, siempre abierta. No sé qué pasó, pero no logró atravesarla. Se quedó estampado en la pared, a unos escasos centímetros del marco. La vajilla se partió toda y solo sobrevivieron los cubiertos. Mi mamá quedó asustadísima, pero como mi hermano se empezó a reír a carcajadas, ella y yo nos contagiamos de su risa. Nuestras risas pararon cuando vimos un hilo de sangre bajarle desde la frente hasta el mentón, pero nada qué hacer: la vida, como la red de pesca, se rompe en un santiamén, y toca así, remendar y remendar.

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Mi mamá, con todas las ganas de remendar las roturas de la niñez de su hijo, fue a hablar con el profesor de deportes del colegio para que lo dejara jugar al fútbol. El profesor, haciendo gala de su carisma de docente, lo admitió, pero con el tiempo se fue dando cuenta de que el niño no tenía madera para ese deporte. Por más que corriera no alcanzaba a tocar el balón, se tropezaba constantemente y las gafas se le caían, aunque mi mamá intentara mil veces sujetarlas con cauchos alrededor de su cabeza.

El profesor, resignado, lo empezó a dejar en la banca durante los partidos e incluso en las prácticas, y mi mamá se crispó. Recurrió a las directivas del colegio, insistió en que pusieran al profesor en periodo de prueba, que lo suspendieran, que lo echaran, pero no lo consiguió. Entonces utilizó estrategias más persuasivas, como coser los uniformes del equipo de fútbol y usar su carro personal como ruta oficial del equipo. Así fue como logró que mi hermano fuera reintegrado, al menos a las prácticas.

En otra ocasión, el profesor de deportes estaba buscando a una mamá del colegio para que le ayudara a hacer una torta para cincuenta niños, porque se acercaba el partido final de la temporada. Ninguna de las mamás se ofreció, solo la mía. Ella le dijo que podía hacer una torta para cien, con glaseado de caramelo y con jugadores y balones de fútbol de azúcar que decoraran el pastel. El profesor, emocionadísimo, dijo que sí, que muchas gracias, y mi mamá lo miró fijamente y le respondió: “Pero mi hijo va a jugar en ese partido final”. El profesor palideció y con una mueca le dijo que listo, que todo bien.

El día del partido, mi mamá llegó con un pastel de tres pisos, coronado por figuritas de azúcar. Estaba feliz, pero cuando comenzó el juego, se empezó a inquietar porque mi hermano seguía en la banca. Se acercó al pastel y llamó la atención del profesor, que estaba a unos diez metros, lo miró con una mirada desafiante, como diciendo “te juro que te mato”, y le metió dos dedos al pastel que dañaron el glaseado perfecto. El profesor, con evidente angustia, llamó a mi hermano al campo de juego. El pobre se paró de la banca y corrió hasta la mitad de la cancha, pero cuando llegó, sonó el silbato que dio fin al primer tiempo.

En el segundo tiempo, mi hermano volvió a estar en la banca. Entonces, mi mamá decidió acuchillar muy disimuladamente el pastel, y el profesor, de nuevo, con ojos de dolor, le pidió que parara y dejó entrar a mi hermano al juego. Por fortuna, esa vez sí alcanzó a tocar el balón, aunque, por desgracia, no muy acertadamente, pues se paró en él y se cayó. Antes de que pudiera levantarse de nuevo, el partido se acabó.

Mi hermanito, muy campante, corrió a donde mi mamá y le dijo que habían ganado y que quería saber cómo le había parecido su técnica futbolística. Con el corazón roto, remendado y de nuevo roto, mi mamá le respondió que era un genio y que en la noche íbamos a celebrar en familia con un pastel para cien personas. Y así, sin pena ni disimulo, ella cogió el pastel y se lo llevó.

Al mes siguiente mi hermano estaba inscrito en clases de natación.


 

*Mayra A. Luna Gélvez. Bucaramanga, Colombia. Abogada y magíster en geografía. Se ha desempeñado como abogada en temas ambientales y agrarios, y como consultora en derechos humanos. Vivió en Londres entre 2022 y 2023, pero siempre tuvo en mente regresar a Colombia para aprender sobre avistamiento de aves. Le aburren los trabajos de oficina. IG: @mayralunagelvez.

**Mista Vilteka (Felipe Mejía-Medina). Popayán, Colombia. Profesional en salud global, bioética y fotografía. También artista visual y escritor. Reflexiona sobre la soledad, la tristeza y la melancolía. Su trabajo se enfoca en la poesía y en la fotografía análoga y digital, así como en el video y la performance. Finalista del Salón Bienal Colombiano de Fotografía 2022, categoría Portafolio. Ha expuesto su trabajo fotográfico en varios espacios. Fundador del proyecto educativo “La Humanidad en Datos: Descubriendo el Mundo en Cifras”. Desde mayo de 2023, enseña español para extranjeros. IG: @mistavilteka


 

Credito
Texto de Mayra Luna

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