La frágil democracia

Guillermo Hinestrosa

La política es el arte de gobernar a los hombres con su consentimiento, pues hacerlo por la fuerza no es política sino tiranía. La afirmación no es mía sino de Platón. Desde el Siglo IV AC los griegos se dedicaron a pensar sobre los mejores y peores modos de gobierno. Se nos escapa que el hecho de que tuvieran la libertad de hacerlo demuestra que vivían en democracia. El debate hubiera sido imposible en Persia, Egipto o Israel. Un par de siglos antes los romanos ya habían agregado el concepto de república o “res publica”, para expresar lo que hoy denominamos el patrimonio común (Commonwealth) el imperio de la ley y separar el interés general del particular.
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Platón se inclinaba por la aristocracia y Aristóteles por la democracia, pero ambos advirtieron que ambos sistemas tenían el riesgo de degenerarse. El primero deviniendo en plutocracia (gobierno de los ricos), el segundo en demagogia: la conquista del poder manipulando la ignorancia del pueblo. Dos formas de tiranía.

Pero no basta con mirar las cosas desde la óptica del poderoso. Si el sistema político no está afincado en los valores sociales de los gobernados es una vacua formalidad. Libertad, igualdad y respeto acunan el frágil equilibrio. Este último, un poco desdeñado, lo expresan los gobernados principalmente en el acatamiento de las normas de convivencia, en el cuidado de los bienes colectivos, su tolerancia, en su civismo. La cultura ciudadana de un pueblo expresa la fortaleza del vínculo con su vecinos, territorio y gobernantes. Si el Estado es asequible, transparente, atento a las necesidades y respetuoso de los derechos del hombre de a pie, este reconocerá gustoso su legitimidad. La buena gobernanza irriga armonía social y orden público.

El desafío de todo aquél que ha sido investido de autoridad es convertirse en servidor de sus gobernados, según la fórmula que le dio Jesús a la madre de los apóstoles Juan y Santiago, cuando ella le suplicara que en su reino sus hijos se sentaran el uno a su derecha y el otro a su izquierda: “No saben lo que piden… Ustedes saben que los gobernantes de las naciones actúan como dictadores y los que ocupan cargos abusan de su autoridad. Si alguno de ustedes quiere ser el primero, que se haga servidor de todos. Hagan como el Hijo del Hombre, que no vino a ser servido, sino a servir…».

Con la complicidad de las iglesias cristianas gringas, estuvimos a punto de ver colapsada la sociedad más democrática y próspera que la historia haya conocido. A poco de posesionarse, Trump le preguntaba a su gabinete, por qué las solicitudes de inmigración no las aprobaban a varones altos, de ojos azules; chicas rubias de piernas largas, provenientes de Alemania, Inglaterra o los países escandinavos, sino a refugiados de Siria, Haití, Somalia o Venezuela, “thath shithole” (hoyos de mierda), siempre en guerra. A poco en las gasolineras, los supermercados y las calles los ciudadanos comenzaron a comportarse en la misma forma que veían actuar a su presidente: emitiendo insultos a los militantes del partido opositor, a personas “de color” o provenientes del “tercer mundo”.

La democracia es frágil y ciertamente está basada también en el respeto de los ciudadanos entre sí. No anticiparon los filósofos pudieran reunirse ambas desviaciones en una nueva y fatal aberración: la plutocracia demagógica. El gobernante y sus electores no deben olvidar que el gobierno de una nación ha sido nombrado por el pueblo, principalmente, para dar ejemplo y defender el interés general. Algo que debe comenzar a aplicarse prioritariamente en los planos territoriales, que son la expresión del Estado más cercana al ciudadano de a pie. 

GUILLERMO HINESTROSA

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