El rancho ardiendo

Hernando es un viejo y querido amigo, campesino del corregimiento 17 de Ibagué. Propietario de una finca de aproximadamente cinco hectáreas; sembrada con cultivos de café, banano, plátano, algunos arboles de naranja y limón, y otro tanto de productos de pancoger.

Hernando es un viejo y querido amigo, campesino del corregimiento 17 de Ibagué. Propietario de una finca de aproximadamente cinco hectáreas; sembrada con cultivos de café, banano, plátano, algunos arboles de naranja y limón, y otro tanto de productos de pancoger. Allí ha vivido durante muchos años, al lado de su esposa y de sus hijos; levantándose con los gallos a tostar su piel al sol, y a “joderse” el lomo para tratar de conservar productivos los cultivos (sin tecnificar) que tiene en su parcela. Semanalmente arma el “joto” con los productos que pudo recoger, lo baja en su espalda hasta el carreteable y espera el famoso Jeep Willys que lo llevara hasta la plaza de la 21 a vender su esmerada producción. Allí, después de pasarse unas siete horas ofreciendo sus racimos, hortalizas, y pequeñas cajas de frutas, a mayoristas y uno que otro consumidor; termina su jornada de ventas siempre con el mismo triste balance. La comida que trajo; los racimos de banano y plátano, las mazorcas, las cidras, las ahuyamas, las docenas de naranjas y limónes, y el “pucho” de aguacates, se vendieron en unos 60 o 70 mil pesos en total. Miserable botín, para alguien que debe llevar de vuelta a su casa, víveres, medicamentos, ropa, y pagar además, algunas deudas contraídas con trabajadores u otros acreedores.

Él, mi amigo Hernando, es el perfecto ejemplo para describir la extrema pobreza que arropa a los millones de campesinos en Colombia. Una realidad tan compleja y dramática, que además de obligar a vivir a las familias campesinas, con algo cercano a medio salario mínimo mensual, también las castiga con un cumulo de necesidades básicas insatisfechas, que van desde la falta de una vivienda digna o el acceso al agua potable, hasta la imposibilidad de brindar educación básica a sus hijos, ni mucho menos aspirar a que algún día pisen las aulas de la educación superior; por nombrar apenas algunas penurias. 

Pero, paradójicamente, este gobierno que asegura izar las banderas de la inclusión social y la “prosperidad para todos”, parece ciego ante la situación de los millones de campesinos como Hernando, que ya cansados e indignados por el injusto trato que este país les ha dado, cada día se muestran mas dispuestos a exigir sus derechos y reclamar posibilidades de desarrollo. El rancho está ardiendo, el Catatumbo está más vigoroso que nunca, los cafeteros se sostienen en su postura de ir a paro el próximo mes, los mineros anunciaron el cese de actividades en forma indefinida, y otros sectores seguramente se organizaran para salir a protestar. 

Mientras tanto, el gobierno de Colombia sigue tratando de convencer al país y al mundo a través de una intensa campaña mediática, de los grandiosos avances de su proceso de paz, y de estar construyendo un país más justo, moderno y competitivo. Pero no se le ve ni la mas mínima intención de impulsar una reforma agraria, ni políticas económicas que permitan reducir la gran brecha entre ricos y pobres, ni mucho menos de meter la mano a los verdaderos ricos de Colombia, dueños de grandes capitales, para que ayuden a pagar el pasivo social que tenemos con los millones de pobres. Sé que no es nada fácil, pero también estoy seguro de que la inequidad en Colombia no se combate a punta de publicidad, ni de soluciones coyunturales; más bien es necesario que el Gobierno y el Congreso de Colombia despierten ante esta realidad, y se le midan a transformar profundamente las políticas económicas que disminuyan, al menos en algo, la abrumadora e injusta desigualdad que existe en nuestro país.

Credito
CESAR PICÓN

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