El debate de octubre

Guillermo Pérez Flórez

Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa. La frase casa como anillo al dedo para subrayar la diferencia entre las elecciones para presidente de la República y Congreso, y las de gobernadores, diputados, alcaldes y concejales. Dos procesos parecidos, pero de muy diferentes propósitos, y así lo entendió el constituyente de 1991 al separarlos de fechas.
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Hay quienes miran las elecciones de octubre como una extensión de las presidenciales pasadas, y pretenden volverlas un plebiscito a favor o en contra del Presidente. Error gravísimo. Este no es el momento para que los departamentos y municipios miren hacia afuera, sino hacia adentro, hacia a sí mismos, es el momento para reflexionar acerca de su presente y de su futuro. Ser partidario del Presidente u opositor suyo no es mérito para gobernar una ciudad o un departamento, ni sustitutivo de un programa de gobierno. El voto programático se instituyó, precisamente, para devolverle sentido y contenido a la política, y renovar sus prácticas y costumbres. Entendiendo que las elecciones no son concursos de simpatía, ni competencias entre populismos o entre clientelismos. Por eso son tan absurdamente costosas, porque cada reunión degenera en carnaval, con música, festones y payasos, y demanda una logística compleja, en la que incluso rifan computadores, televisores, tabletas, bicicletas y triciclos. Una perniciosa deformación de la democracia, que propicia la corrupción.

Sobre las elecciones de octubre se ciernen varios peligros. Por una parte, están los carteles de contratistas, dispuestos a financiar las campañas a cambio de asegurarse contratos durante cuatro años. Hay casos aberrantes, alcaldes que han entregado el 90% de la contratación a uno solo, sin el más mínimo rubor. Una forma de privatizar la administración pública. Ya no es necesario sacar votos para reclamar una rebanada burocrática, como en el pasado, ahora con financiar la campaña basta. Se habla de un sistema de ‘puntos’ que los contratistas compran, y según cuántos tengan así les otorgan contratos. Ahora, las amenazas contra la democracia local no paran ahí. Están también los avales que otorgan los partidos políticos, de manera monopólica. Algunos de sus representantes van de pueblo en pueblo vendiéndolos, propiciando la piratería política, una manera de cercenar el derecho a la participación, que en una democracia participativa tiene estatus de fundamental. El listado de peligros es extenso, e incluye el abuso del poder de los gobernantes. La impunidad judicial e inoperancia de los organismos de control termina por normalizar tales prácticas.

El debate en octubre es sobre desarrollo regional y local. El centro de gravedad de las elecciones no es ni el presidente de la República, ni el partidismo. Es el empleo y la ocupación, el ordenamiento territorial, los servicios públicos, la gestión del agua, la calidad del aire, la movilidad, la educación, la seguridad y la convivencia, la transparencia administrativa, el turismo, la preservación del patrimonio histórico, cultural y ambiental, el déficit de vivienda y la especulación que se hace de ella, en perjuicio de los más pobres. En suma: asuntos todos de gobernanza ciudadana y que determinan la calidad de vida. Es ahí, en donde debemos poner los ojos. El Constituyente del 91 fue esencialmente municipalista. Hizo del municipio la entidad fundamental del Estado, pero a través de leyes y sentencias se ha echado por tierra tal principio, que es indispensable recuperar. Una cosa es una cosa… 

Guillermo Pérez Flórez

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